Este es el texto de una intervención en un encuentro de amigos en Bellas Artes a finales de 1999. Me habían pedido, con motivo de un aniversario de la muerte de Che en Bolivia, que les hablara de él.
Por Domingo del Pino
Hace 32 años que Che Guevara murió en una emboscada en la cañada del Yuro, en el altiplano boliviano. Del revolucionario se ha contado ya casi todo. A la persona física la recuerdan sus dos imágenes que más han circulado: una con la boina estrellada de comandante cubano, y otra subiendo a la Sierra Maestra con una mochila en la espalda.
Un enorme panel de esta última imagen presidía todos los actos en la Plaza de la Revolución. Ocupaba toda la pared frontal del ministerio de Industrias. Desde la azotea hasta prácticamente el suelo. De la persona moral han escrito muchos: unos le conocieron y otros no pero ya no queda casi nada, verdadero o falso, por escribir de él. El Che había dirigido el ministerio de Industrias en 1962 y 1963 y yo había trabajado en la séptima planta del edificio anexo, frente a su despacho.
Se ha escrito tanto de Che Guevara que a veces me parece leer relatos de otro personaje para mi desconocido. Llegué a Cuba en 1962 y dos meses después comencé a trabajar como traductor en el ministerio de Industrias. El Che que yo conocí se parece poco a los retratos ajenos que produjeron los progres y los izquierdistas europeos. Pero eso no importa. Ocurre siempre entre lo vivido y lo literario, entre la realidad y la ficción.
Lo que a mí me había fascinado, más del Caribe que de Cuba, era El Siglo de las Luces de Alejo Carpentier. Yo vivía en Tánger cuando leí ese libro maravilloso por primera vez y nada en él me resultó extraño. El Caribe que describía el escritor cubano se parecía en cierto modo a Tánger. La única verdadera diferencia era que en Tánger convivían religiones sin raza aparente y en el Caribe razas sin religión aparente. Pero era la misma aventura de la vida y de las razas mezcladas. De la existencia misma escenificada en la plaza pública, a la vista de todos, sin secretos para nadie pero llena de misterios que vivíamos individualmente.
En los dos lados era un mundo de posibles aventuras imaginarias o reales que aguardaban detrás de las esquinas, de callejuelas estrechas, ascendentes, descendentes, o caprichosamente serpenteantes. De seres vivos que iban y venían y burbujeaban como los tajines y las cazuelas humeantes en los zocos. Eran cientos de olores vivos a especias, sudores humanos, animales domésticos que compartían los espacios públicos y dejaban también sus estelas de todo aquello que el cuerpo procesa y expulsa.
Soy de los que creen que los libros son mejores o peores según la imaginación de quienes los leen. De la capacidad personal de convertir en relatos activos aquellas narraciones pasivas de la fantasía del autor; de recrear las historias ajenas y mezclarlas con las propias y de hacer que lo único real en esta vida sea, como nos quería decir Calderón, el sueño.
Tánger fue mi iniciación al mundo árabe, la puerta abierta a otra manera de vivir la vida, de realizar ajeno a la existencia del pecado y sin temor todo aquello que en mi mundo original cristiano conducía inexorablemente a las más terribles torturas mentales.
Torturas a través de la manipulación de las conciencias en esta vida y asador eterno del cuerpo en la otra. Los españoles de entonces vivíamos menos la vida real y precisamente por ello no pecábamos más. Teníamos tan identificados al bien y al mal, al pecado y a la gracia, que en ese ajetreo se nos pasaba la vida sin vivirla y condenándonos la mayoría de las veces tan solo por nuestros pensamientos.
La magia del Caribe
El Caribe se me antojaba una forma superior de vivir la vida. Un paso más allá en una integración intima con los demás seres humanos y con la naturaleza. Todo era siempre nuevo, como si cada acto fuese fundacional, germinal. Luego descubrí que la piel de los seres humanos refleja también la cultura interior acumulada; que la piel de las negras y de los negros, o de ese gran invento racial que son las mulatas caribeñas, es mucho más caliente que la de las blancas. Quema por donde debe quemar y huele por donde debe oler. Allí no había nada preestablecido, ningún pecado original ni final, ninguna tortura mental, ningún cielo que nos pudiese caer encima como castigo.
La vida se me aparecía por primera vez como un regalo que hay que vivir con intensidad, aquí y ahora, y una vez que desaparece no queda nada. La muerte, en esas circunstancias, es menos dramática, menos terrible, más natural. Las revoluciones del Caribe responden a esa actitud vital fundamental. Aquello me recordaba distante al mundo árabe, al Islam que promueve la estabilidad permanente, la conformidad con quienes gobiernan pero al mismo tiempo la rebelión contra el tirano y, en ocasiones, su eliminación física.
La América Latina de los años sesenta se orientaba hacia esa forma tan tradicional y tan expeditiva de transformar al mundo que solo es posible cuando se vive tanto cada momento de la vida como si no importase perderla. En eso las revoluciones americanas se distinguen de las europeas que son airadas, crispadas, hostiles, crueles, consecuencia de rencores acumulados que estallan periódicamente cuando la marmita explota.
El Che que conocí no tiene nada que ver con la imagen fija que guardan de él quienes no le frecuentaron en el trabajo, en la vida o en el ocio. Fui a Cuba gracias a mi amigo cubano Enrique Rodríguez-Loeches, un joven historiador, diplomático, y sobre todo enamorado de su país. En 1957 fue uno de los organizadores del fallido asalto al Palacio presidencial de Fulgencio Batista de ese año. Era el tercero – aunque los dos primeros no llegaron a materializarse – que organizaba el Directorio Estudiantil Revolucionario ayudado por ex republicanos españoles.
Desde que llegué a Cuba había esperado ansiosamente que llegara el invierno. El calor estival era asfixiante. Siempre lo es hasta que el cuerpo se aplatana. Pero el primer invierno de Cuba me parecía como el mes más caluroso de mi patria chica sevillana. Me maravillaba cada vez que un amigo cubano me decía que por las noches se tapaba con una frazada (manta) porque yo dormía en traje de Adán y aún así mojaba las sábanas de sudor.
Mi primer mes en Cuba fue fantástico. Tenía el gran privilegio de ser introducido a la revolución cubana por Loeches, quizá el mejor de los introductores posibles. Entonces en La Habana sólo se vivía de noche. Solíamos cenar en los locales que aún conservaban intacto y funcionando sus acondicionadores de aire, como el Wakamba o el Carabalí, y terminábamos la noche en el Turf del Vedado.
Enrique no bebía, pero se emborrachaba hablando. Al Turf concurrían siempre, después de medianoche, el comandante Rolando Cubela, que más tarde sería acusado de atentar contra la vida de Fidel Castro, Orlando Blanco, que hoy dirige una galería de arte en Ginebra, el Mago Robreño, íntimo de Cubela, que pudo escapar a tiempo a Madrid, y los también comandantes Tony Pérez y Humberto Castelló.
El Turf del Vedado
Uno de los personajes más entrañables era el inolvidable Orlando Morín, la memoria viviente del Directorio, el depositario de sus archivos y, como se diría hoy, el disco duro de las biografías reales de sus dirigentes. Cuando Fidel se enfrentó al directorio en los primeros años de la revolución, Orlando Morín guardaba en un saco en un lugar que sólo él conocía, el archivo de la organización.
En el Turf tenían también despacho nocturno algunos glamorosos comandantes del 26 de Julio, el movimiento fundado en 1953 por Fidel Castro, Rogelio Montenegro, capitán y antiguo de la rama de acción y sabotaje, Manolito Pérez, que luchó contra los “bandidos” del Escambray, Eduardito Delgado, que había pasado de colocar bombas en La Habana de Batista a Director de Africa y Oriente Medio del ministerio de Asuntos Exteriores, los héroes de la columna de el Che, los hermanos Nieves y el comandante Pilón, a quien todo se le permitía porque tenía leucemia y sus días – según se decía -estaban contados.
En 1963 todos aquellos comandantes creían haber liberado a Cuba para siempre de la dictadura, que era como decir que en adelante ellos podían hacer lo que les diese la gana. En contgra dfe lo que hoy pudiera pensarse, muchos de ellos creían aún que habían parado el avance del comunismo que progresaba en América y África al amparo de las guerras de liberación coloniales.
Aquellas eran tertulias nocturnas profundamente anticomunistas. En ellas se hablaba con entusiasmo de un comandante de la revolución llamado Che. En aquellos años en que los viejos comunistas cubanos querían enviar a Fidel Castro a estudiar marxismo leninismo a Moscú, Che era el único, incluido el propio Fidel, que se había atrevido a pararle los pies al todopoderoso protegido de la KGB, Aníbal Escalante.
Cuando con su soberbia habitual Escalante ordenó un día a su secretaria que convocara al Che a su despacho, éste, con su acento argentino, le contestó: Decíle al Señor Escalante que el mismo trayecto hay de su despacho al mío que del mío al suyo. Si quiere verme que venga no más.
Yo me moría de ganas de conocer a ese hombre y Marta Jíménez terminó colocándome en su ministerio. Me apuntaba voluntario a todos los trabajos en el campo que se organizaban los fines de semana a iniciativa suya con la esperanza de encontrarle. La idea inicial del trabajo voluntario era familiarizar a los burócratas de los ministerios habaneros con el trabajo manual.
Al principio aquello era una fiesta y solo el Che, que acudía casi todos los fines de semana, parecía creer que además de pachanga había que trabajar. A mediodía distribuían unas cajitas de cartón con “moros y cristianos” con hilitos de masita de puerco entre el arroz. A las tres de la tarde, después de una larga y revolucionaria tertulia bajo los mangos, dejábamos de trabajar. El Che siempre llevaba en el bolsillo la bomba de aerosoles contra el asma, y varias veces se tuvo que tender en el suelo, a la sombra, sin poder respirar. La caña de azúcar, al cortarla o caminar entre ella, suelta un polvillo espinoso fastidioso para todos y muy perjudicial para los alérgicos.
Los viejos comunistas
En el ministerio de Industrias Che había recogido a un señor cabezón de poblada barba negra que siempre andaba de un lado para otro con un grueso maletín negro de cuero, donde parecía llevar, por su manera de mirar de reojo, los documentos más secretos de la revolución. Aquel cabezón era Omar Fernández, un joven de la columna del Che que tomó Santa Clara, y que gracias a su protector fue el primer ministro de Transportes de la Cuba revolucionaria. Como era de esperar, dislocó en poco tiempo el transporte cubano.
Omar Fernández había “caído para arriba”, según una expresión muy popular entre los revolucionarios cubanos, y había ido a parar, después del desastre del transporte habanero, al ministerio de Industrias en la sección “pasillo revolucionario”. Para esa misión tan delicada había traído con él a toda su escudería de viejos comunistas, cuarentones encorvados, bigotudos, que usaban guayaberas pegajosas cuando el almidón se derretía y se mezclaba con el sudor, con dedos y dientes amarillos por la nicotina de los tabacos. Todos ellos habían contribuido eficazmente a destruir el transporte cubano.
Al frente de ese grupo estaba José Miguel Espino, también viejo comunista, a quien habían nombrado jefe de un inexistente Movimiento de Inventores e Innovadores, creado para tenerle ocupado en un trabajo imaginario para que no fastidiara nada en la vida laboral real.
En el octavo piso del edificio anexo y compartiendo pasillo con ese grupo de viejos comunistas el Ingeniero Roberto Acosta dirigía el Departamento de Normas, Metrología y Control de Calidad, probablemente las tres disciplinas que más necesitaba la industria y la revolución cubana. Las tres estaban probablemente mal atendidas porque Acosta, cabeza de los trotskistas cubanos y su ayudante León Ferrara, hijo de un homónimo dirigente de la IV Internacional trotskista de América Latina, pasaban su tiempo en funciones propias de sus convicciones ideológicas.
A mi me enviaron a trabajar con Acosta, desde cuya oficina se elaboraba y distribuía por todo el ministerio, sin tapujos, un Boletín de la IV Internacional, con frecuencia critico con las medidas del gobierno. El Che recibía todas las mañanas la primera copia en su despacho por si tenía algo que objetar aunque no se si las leía como tampoco sé si acudía por allí con asiduidad de burócrata que no era.
Regis Debray dice en su libro Loués soient nos Seigneurs que Che fue el personaje de la revolución cubana que se ganó más enemigos en menos tiempo. Cuando llegó a Industria ya había sido jefe de la fortaleza de la Cabaña, el primer terrible destino de todos los prisioneros políticos. En 1960 había inventado en la Península de Guanaha el primer campo de “regeneración” mediante el trabajo forzado o no para los detenidos políticos, y había firmado numerosas sentencias de muerte de la primera hora de la revolución. Tenía una muy porteña predisposición a creer que sabía más que nadie y una irrefrenable voluntad de hacerlo saber siempre que la ocasión lo permitía. Era el estilo aplicado con buenos resultados a los guajiros que se le unían en la guerrilla, pero no el más apropiado para tratar con ingenieros y técnicos en su ministerio ni con otros revolucionarios capitalinos que si bien no pasaron por Sierra Maestra si habían pasado por la Universidad.
A pesar de su dogmatismo, en su ministerio trabajaban con toda tranquilidad y protegidos por él, numerosos técnicos de antes de la revolución que abiertamente se oponían al régimen. Ello a pesar de que Osvaldo Dorticós y el propio Fidel habían decretado que en las circunstancias difíciles en que vivía Cuba “más vale un revolucionario que un técnico” y habían llenado de revolucionarios, con los consiguientes resultados desastrosos, numerosas direcciones técnicas de la famosa JUCEPLAN, Junta Central de Planificación, y de los ministerios de Comercio, Exteriores, Transportes y otros.
Más vale un revolucionario que un técnico
La idea del Che partía de la hipótesis de que el revolucionario debía rodearse de auténticos técnicos, independientemente de su ideología, y de que con habilidad había que hacerles trabajar para la revolución y transmitir sus conocimientos. En caso de duda sobre la honradez del técnico, la consigna del partido era hacer lo contrario de lo que el técnico dijera.
En 1963 el Che había atacado ya la línea de flotación de numerosos comandantes del entorno de Fidel Castro. Había dicho al ministro de Comercio, Alberto Mora, hijo del Menelao Mora inspirador de los tres ataques llevados a cabo por el Directorio contra el palacio presidencial, que era un bobo que pretendía “en la época en que existen los ascensores, que él subiera los ocho pisos de su ministerio a pié”.
Enfilando sus cañones hacia arriba estaba en franca guerra contra los viejos comunistas cubanos, acusados por los revolucionarios no sólo de haberse unido a la revolución en el mes de diciembre de 1958, cuando ya estaba ganada, sino de haber tenido ministros en el gobierno de Fulgencio Batista.
Comunistas ortodoxos y trotskistas, dos opciones de las que los cubanos y yo mismo sabíamos poco en aquella época, trabajaban frente a frente, separados solamente por un pasillo. Era un cóctel explosivo que tarde o temprano explotaría. La polémica surgió cuando siguiendo instrucciones de Che para aumentar la educación del personal del ministerio, el ingeniero Acosta decidió organizar cursos de economía política. Los viejos comunistas de Espino proponían que se dieran las clases siguiendo el famoso manual Nikitin, de la Academia de Ciencias de la URSS. León Ferrara y Acosta proponían el Manual de Economía Política del entonces poco bien visto en el mundo comunista oficial Oskar Lange.
La pelea a puñetazos entre Espino y León, que siguió a una discusión, terminó con una denuncia de Espino contra los trotskistas que fueron todos separados de sus puestos y enviados a la producción, regeneradora según se creía entonces. El problema trascendió porque Espino lo sometió al núcleo del partido en el ministerio. Eloy Valdés, que poco más tarde sería diplomático de la revolución, dirigía el núcleo del partido en el ministerio de Industrias entonces. Era joven y sin conexión con el viejo comunismo.
Lo primero que preguntó es qué era esa coña marinera del trotskismo. A juzgar por las discusiones que siguieron no había oído hablar nunca de Trotsky y tampoco sabía que tenía de reprobable comparar al Che con un revolucionario ruso. El se inclinaba por la conciliación. Entendían que León y Espino habían cometido una falta al pelearse en el lugar de trabajo pero se inclinaba por imponerles una sanción verbal y administrativa. Pero Espìno, que llevaba la voz cantante o al menos gritante, le decía que Trotsky era un traidor a la revolucióin soviética, un agente de la CIA a quien el pueblo soviético le ha dado su justo castigo.
A la confusión general había contribuido, probablemente sin querer, el propio León Ferrara que cuando compareció ante el tribunal ad hoc formado por el partido, intentó exculparse diciendo que a fin de cuentas los trotskistas cubanos no decían nada que el Che no dijera públicamente en sus discursos.
Desgraciadamente para los trotskistas cubanos, acusados por Espino de agentes de la CIA, Jesús Suárez Gayol, el “Rubio” del Diario del Che en Bolivia, ya había abandonado su cargo de Viceministro Técnico de Industria y jefe supremo de aquel conflictivo octavo piso.
Le había sustituido el viceministro Tirso Sáenz, un hijo de buena familia cubana metido a comunista y por ello necesitado de extremar actitudes para hacer méritos. Fue él quien envió a los trotskistas cubanos a la producción, y a algunos extranjeros presuntamente trotskistas, como el haitiano Fritz, que trabajaban allí, de vuelta a sus países de origen.
El trotskismo cubano
Espino no se conformaba con una simple sanción administrativa y mucho menos con ser él también sancionado. Decía que lo que había ocurrido era muy grave, que el prestigio de un dirigente revolucionario había sido mancillado, que el ministerio tenía un abceso y que había que reventarlo. Quería simplemente que León, Acosta y todos los trotskistas del ministerio que con sus escritos y sus actos debilitan la moral revolucionaria fuesen expulsados del ministerio y sometidos a la legislación revolucionaria vigente.
A Eloy Valdés aquello le causaba aparentemente un problema de conciencia porque en medio del desorden generalizado del ministerio de Industrias la dirección encargada a Acosta era una de las mejor gestionadas y más rentables. Solo con una mejor cubicación de los depósitos de petróleo del puerto, realizada por el profesor Álvarez Ponte, la revolución se había ahorrado millones de dólares. León Ferrara era uno de los trabajadores ejemplares y casi nunca faltaba a los trabajos voluntarios, un indicador en esos años de fidelidad revolucionaria y a los que los viejos comunistas no iban nunca pretextando otras tareas importantes.
Como Eloy Valdés insistía en su primer juicio Espino salió de la reunión dando un portazo y amenazando con recurrir a instancias superiores del partido, probablemente al entorno de Aníbal Escalante que pasaba por guardián de la ortodoxia marxista y él sí sabía quién era Trotski. El Che estaba de viaje y no podía intervenir sin conocimiento de los hechos. A través del circuito de viejos comunistas Espino debió llevar el caso ante Fidel, aunque no tengo elementos suficientes para confirmarlo.
A su regreso parece que intercedió en favor de Acosta y los otros castigados, pero ya León Ferrara había sido enviado a la Antillana de Acero, una fundición en las afueras de la Habana donde, según Espino debía aprender lo que él mismo no sabía: lo duro que es el trabajo en una fundición. El ingeniero Acosta, en atención a su edad y a sus conocimientos, no fue enviado a un trabajo tan duro, pero si desterrado a una planta eléctrica de las afueras de la Habana.
No sé qué hizo Che con respecto a este caso pero desde entonces los viejos comunistas del ministerio comenzaron a sugerir que Che era un desagradecido con la URSS que tanto nos ayuda y a la que tanto necesitamos, que podía ser que el mismo compartiera alguna de esas ideas trotskistas, que el trabajo voluntario no era la solución sino que desorganizaba a las empresas y otras acusaciones por el estilo. Espino tenía una larga historia de enfrentamientos verbales con el Che.
Ambos se habían enfrentado en varias ocasiones en las reuniones que el Che tenía con los trabajadores del ministerio por esos años para discutir de asuntos del ministerio, de trabajo, de revolución, de todo lo que la gente quisiera plantear.
El Che había ridiculizado en más de una ocasión a Espino públicamente en medio de aplausos del personal del ministerio. Una de las discusiones más sonadas fue a propósito del papel de los sindicatos en una revolución, que el Che consideraba innecesarios y que Espino defendía a capa y espada porque decía que los trabajadores tenían que defender sus derechos también en esta etapa pequeño-burguesa de la revolución.
Jean Claude Guenier, un técnico francés, y yo mismo intentamos intervenir en esta discusión pero cuando Che vio a Guenier de pie pidiendo la palabra, gordito como ya era, de pelo rubio y ojos azules, Che le dijo que su aspecto era el de un colono y le dio la palabra a un cubano. Luego se disculpó a su manera y le aseguró que solo había querido gastar una broma para darle la palabra a otro porque lo que le interesaba era conocer la opinión de los trabajadores cubanos del ministerio. Che: exilio y muerte
Después del regreso del Che le vimos ya poco por el ministerio porque como sabríamos más tarde estaba preparando su exilio a la guerrilla universal. Todo el asunto de los trotskistas había ocurrido mientras el Che se encontraba de viaje y a raíz de uno de sus discursos más violentos contra la URSS pronunciado en la capital argelina, cuyo texto, que apareció en el periódico Granma, León Ferrara llevó a la clase de economía con numerosas frases subrayadas en rojo. León nos decía: “Fijaos lo que dice el Che. Leed. Esto es lo que los trotskistas venimos afirmando desde hace años”.
Espino, que tenía un elevado sentido de la oportunidad, vio la ocasión para acabar con León Ferrara y los trotkistas y les acusó ante el partido de manchar el nombre de uno de los máximos dirigentes de la revolución en alusión al Che. Nombre manchado o no, cuando a mediados de marzo de 1965 Che llegó de regreso al aeropuerto de Rancho Boyeros, le esperaban al pié del avión, con rostros graves, Fidel y Dorticós, su mujer Hilda y su hija Hildita.
La gente del ministerio comentaba al día siguiente la aparente frialdad del recibimiento que la televisión había hecho patente. Los tres se encerraron durante varias horas y luego Che y Fidel estuvieron reunidos dos días y dos noches, según gente del entorno de Fidel.
Después de esa discusión, la próxima noticia del Che que tuvo oficialmente el hombre de la calle fue su muerte en Bolivia el 8 de octubre de 1967. Nosotros en el ministerio de Industria sólo tuvimos una referencia indirecta de su pérdida de poder cuando supimos que sus gestiones para hacer que liberaran a Acosta y Ferrara habían fracasado.
Cuando alguien sugirió al Che la aparente concordancia entre los escritos de los trotskistas y sus declaraciones respondió: Bueno los revolucionarios escriben y hablan tanto que es imposible decir nada que no pueda encasillarse ya sea en el trotskismo, el marxismo más ortodoxo, o incluso en la reacción y el fascismo. Nunca me paré a pensar en estas cosas antes de venir a Cuba, para decir lo que pensaba, y ahora seguiré diciendo siempre lo que sienta y allá ustedes si lo quieren encasillar. Pensando de esa manera en una revolución, si el Che no hubiera muerto en Bolivia, como al Cristo de Kazantzakis alguien le hubiera matado tarde o temprano de todas maneras.
Soy de los que creen que los libros son mejores o peores según la imaginación de quienes los leen. De la capacidad personal de convertir en relatos activos aquellas narraciones pasivas de la fantasía del autor; de recrear las historias ajenas y mezclarlas con las propias y de hacer que lo único real en esta vida sea, como nos quería decir Calderón, el sueño.
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