La mediación de la iglesia cubana no agrada a todos por igual. Esta nota que sigue reconoce que gracias a ella se propició la liberación gradual de todos los presos políticos de la "primavera negra", pero entiende que las altas jerarquías de la iglesia no podrán monopolizar eternamente la mediación y que ellas mismas deberían defender el derecho de los cubanos a representarse por sí mismos. No queremos seguir teniendo un estado Papá y (sin ánimo de ofender) tampoco una iglesia Mamá, dice la autora del comentario que sigue.
Tomado de: http://www.desdecuba.com/sin_evasion/
Las conversaciones entre el gobierno cubano y la alta jerarquía católica de la Isla, iniciadas el pasado mes de mayo y que propiciaran la liberación gradual de todos los presos políticos de la Primavera Negra, no solo han ocupado la atención de la prensa extranjera, sino que han generado numerosos debates entre diferentes sectores de la oposición y de la sociedad civil independiente al interior de Cuba, muchos de cuyos líderes se han sentido ofendidos por su exclusión de este proceso.
No creo necesario enunciar aquí lo que sabemos, el importante papel que han jugado todos los elementos que han conducido a un hecho tan positivo como la liberación de estos cubanos, víctimas del totalitarismo desde 2003. La lucha tenaz y pacífica de las Damas de Blanco a lo largo de siete años fue la persistente gota de agua sobre la roca; la muerte de Zapata Tamayo, la campanada de aviso de que se había alcanzado el clímax; y el altruismo y dignidad de Guillermo Fariñas con su huelga de hambre, el puntillazo de gracia.
Sin estos tres pilares nada hubiese sido posible. Sin embargo, objetivamente coinciden en este punto otros factores no menos importantes, entre ellos, la aguda crisis económica y social del régimen, su pérdida de crédito tanto al interior de la Isla como en su imagen hacia el mundo, las presiones internacionales, la asfixiante deuda externa, la disminución o ausencia de inversionistas extranjeros, la ruptura del control absoluto de la información gracias al uso de las nuevas tecnologías de las comunicaciones (pese a las conocidas limitaciones de su aplicación en las condiciones cubanas) y el discreto incremento de sectores independientes dentro de la sociedad que han venido ejerciendo una fuerza constante en la apertura de espacios críticos y han movido el espectro de opiniones sobre los más diversos temas desde el propio territorio cubano. Esto, sin contar toda la historia de resistencia disidente de diferentes tonos y tendencias a lo largo de 51 años.
Solo unos pocos años atrás, el régimen no hubiese accedido bajo ningún concepto a sostener diálogo alguno –ni con la Iglesia Católica ni con ningún otro actor social de Cuba–, mucho menos tratándose de la liberación de aquellos a los que sistemáticamente ha demonizado como “enemigos”, “mercenarios”, “traidores” y otros epítetos por el mismo estilo y contra los que ha azuzado públicamente a sus bestias de choque cada vez que lo ha considerado oportuno. No hay, entonces, que crearse falsas expectativas: se trata esencialmente de la misma dictadura. La libertad de estos cubanos hoy es moneda de cambio para tratar de recuperar la gracia de aceptación ante el mundo, pero es también una derrota para la autocracia, que procurará ganar terreno por otra parte para debilitar a los opositores.
En medio de esta coyuntura, emerge la Iglesia Católica para mediar en el conflicto y buscar un arreglo, y –como suele suceder en cada circunstancia crítica entre cubanos- se producen encendidos cuestionamientos y se adoptan posiciones polarizadas acerca de la legitimidad o no de la Iglesia como mediadora o de la autoridad moral del Cardenal Jaime Ortega para tal oficio. Por mi parte, pese a que no soy católica ni practico religión alguna, considero positiva la acción de la Iglesia en este caso, porque procuro analizar el momento y las circunstancias con la cabeza fría.
Es un ejercicio difícil, ciertamente, pero hay que encarar los hechos tales cuales son: la dictadura se ha debilitado y se ha visto obligada a ceder, pero eso no implica que haya perdido el control o que la oposición y la sociedad civil estén suficientemente consolidadas como para condicionar la negociación a tener un espacio en las conversaciones. Las autoridades se reservan el derecho de elegir al interlocutor, y sabemos que todavía (y digo con toda intención “todavía”) no reconocen como tales a la oposición o a otros sectores independientes; reconocernos sería una jugada suicida que no van a hacer, al menos no ahora, y no de buen grado cuando se vean obligados a hacerlo. En estas circunstancias, no conozco institución tan sólida o con tanto alcance social en Cuba como la Iglesia Católica, institución que, en su conjunto y en su obra, es mucho más que la figura individual de Jaime Ortega.
Pero, en justicia, habrá que reconocer que en este primerísimo paso se ha logrado el objetivo fundamental de liberar a los presos de la Primavera Negra –lo que implica una victoria de la resistencia cívica y, como bien dijera Fariñas, de toda Cuba–, en lo cual la Iglesia ha jugado también un papel significativo.
Nos corresponde a nosotros todos, como ciudadanos libres, mantener las presiones y continuar empujando el muro. Sabemos que la dictadura tratará de retener todo el poder posible durante la mayor cantidad de tiempo; hay que saber que nuestro camino es largo y cuesta arriba. Creo que nos toca también la responsabilidad de apoyar todo movimiento o gesto de conciliación o de apertura que nos acerque a la democracia, porque esas grietas en el régimen nos fortalecerán solo en la medida en que sepamos aprovecharlas. Y claro que, aunque me siento contenta por la libertad de al menos una parte de los cubanos que han salido de las cárceles o que esperan su pronta liberación, tampoco estoy satisfecha. En mi criterio la Iglesia no podrá monopolizar eternamente la mediación, por lo que debería en un futuro mediato, tratar de defender también el derecho de este pueblo a representarse por sí solo, sobre todo en temas políticos. Somos también nosotros quienes deberemos demostrar responsable y serenamente, que hemos crecido lo suficiente y no queremos seguir teniendo un Estado Papá, pero (sin ánimo de ofender y con todo mi respeto) tampoco necesitamos una Iglesia Mamá.
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