28 jun 2011

Guerra de Cuba (1895-1898): corresponsales de guerra

 Nota: Este texto lo publiqué por primera vez en el libro que sobre Aquella guerra nuestra con los Estados Unidos…Prensa y opinión en 1898 , coordinado por Santos Juliá, editó en 1998 la Fundación Carlos de Amberes de Madrid. Publicado el 01/12/1998

La Prensa en 1895-1898
Aventureros, propagandistas, combatientes y manipuladores

Domingo del Pino Gutiérrez

Durante los últimos cien años Estados Unidos utilizó a El Maine, siniestrado en la Bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898, como símbolo subliminal de una nueva y bondadosa idea del imperio: el que necesita salir de sus fronteras nacionales para restablecer la libertad secuestrada de otros pueblos, y el que, una vez fuera de sus límites, está obligado a defender los intereses norteamericanos expuestos a las más arteras agresiones.

La consigna del inicio, Remember the Maine. The hell with Spain, fue dulcificada hace ya medio de siglo y sustituída por un menos inamistoso Remember the Maine. En este año del centenario se han escrito cientos de páginas y evocado el cúmulo de despropósitos con que periodistas norteamericanos y españoles demostraron hace un siglo su escaso sentido de la realidad.

Visto con esa perspectiva centenaria, desde los gobiernos al último ciudadano, todos parecen culpables por igual de aquella guerra que Manuel Azaña consideraría más tarde “innecesaria”, “ineficaz” y militarmente “imposible”. Una vez estallada ésta, todos fueron culpables de que no hubiese transcurrido como Dios manda: matándose los unos a los otros, sí, pero con sencillez, respeto y hasta con afecto.

En 1898 el insulto soez, la caricatura despreciativa, la fanfarronada permanente, fueron las bayonetas con que aquellos singulares combatientes, prensa y periodistas, calaron sus lápices y plumas, y afilaron adjetivos superlativos, frases mordaces, titulares sensacionalistas y tipos desproporcionados.

Un siglo después, lejos de las emociones y pasiones originales, asombra el tratamiento informativo de aquella guerra, una de las peor llevadas y más irresponsablemente acompañadas por la prensa. Los gobiernos se dejaron arrastrar por aquel poder que ya le atribuían, no de obligarles a tomar decisiones que hubieran tomado de todas maneras de no existir esa presión, pero sí para hacerlo en la forma menos adecuada.

En España, instituciones como el Ejército, o la Iglesia que era el referente moral de la sociedad en aquella época, intentaron controlar y poner orden en la incipiente y alborotadora profesión. Los norteamericanos victoriosos, no hicieron reproches a sus corrresponsales de guerra y su prensa, pero algunos dirigentes dieron numerosas muestras de padecerlos.

Una carta enviada por el cónsul de Estados Unidos en La Habana, Fitzhugh Lee, al Capitán General de Cuba, Ramón Blanco, en febrero de 1898, constituye quizá la primera descalificación, aunque privada, de sus compatriotas reporteros. “Mi querido General”, escribe Lee a propósito de unas declaraciones que le atribuyó el New York Herald que disgustaron al Capitán General, “es de lamentar que las relaciones de ambos países no solo sean influídas sino casi gobernadas por corresponsales ignorantes que no solo no tienen la menor educación intelectual, y no tienen bastante ilustración para juzgar los asuntos de otros países, pero que ignoran en absoluto la historia de su propio país. En cuanto a buena fe, los hechos bastan para demostrar la que tienen”.

En torno al cuarto poder

Los hechos de la guerra hispano-norteamericana (1898) y de la insurrección cubana (1895-1897) son de sobrado conocidos al igual que sus efectos secundarios filosóficos y generacionales. La abundante producción literaria e histórica a que dieron lugar descuidó y fue parca con el episodio subyacente de la guerra de los periodistas. Aquella fue la primera confrontación internacional de la historia masivamente cubierta en directo por informadores.

Las iniciativas de unos y de otros, afortunadas o negativas, servirían de pauta para el periodismo del siglo siguiente. La prensa española finisecular era ante todo prensa de partido, unos partidos que tenían la poca experiencia que les permitía el escaso tiempo histórico transcurrido desde que las Cortes de Cádiz autorizarán su existencia. Quienes escribían en los periódicos, eran leídos y comentados por la masa lectora, analfabeta en un 80 por ciento, a la que no parece realista llamar opinión pública.

Aquella prensa de partido, una de las más florecientes de Europa puesto que para el último cuarto del siglo se vendían solamente en Madrid unos cincuenta periódicos sería sustituida progresivamente desde inicios del siglo siguiente por prensa de empresarios. Aquella evolución, que hubiera podido sustraer a la prensa de la tutela de los partidos y del gobierno, fue bruscamente interrumpida por el Decreto Ley de 10 de enero de 1937 sobre incautaciones, que les colocó a todos bajo la Administración Central de la Prensa del Movimiento.

¿Penitencia retardada por la actuación de los periodistas en la guerra de Cuba? Sea lo que fuere, así se inauguró en España lo que actualmente se conoce como prensa y periodismo reverencial, que en los años siguientes a 1937 sería también servil. A finales del siglo XIX, los periodistas buscaban todavía su aceptación como profesión, pero en los periódicos firmaban las grandes figuras de la literatura y la política, y poco o con seudónimo los corresponsales. Muchos de los profesionales que trabajaban en los diarios habaneros o de las otras provincias cubanas se constituyeron en fuente importante de información de los corresponsales, tanto norteamericanos como españoles.

Los periódicos españoles rellenaron los huecos informativos con correspondencias particulares que recibían de informantes benévolos, con las cartas que remitían los soldados a sus familiares, muchas de los cuales se las procuraban por relaciones de amistad, y con telegramas que enviaban a título personal y patriótico militares retirados, comerciantes y ciudadanos aficionados al periodismo.

La guerra hispano-norteamericana, y cubana

La fase hispano-cubana de la guerra (1895-1897) está ampliamente documentada por los corresponsales norteamericanos y españoles, y por los periodistas que trabajaban para los diarios que se publicaban en Cuba. Pero la etapa hispano-norteamericana, de la guerra, los escasos pero decisivos días que van desde el desembarco norteamericano en Daiquiri (Oriente) el 22 de Junio de 1898 hasta la capitulación de Santiago de Cuba el 14 de Julio, los corresponsales norteamericanos ocupan en solitario la escena informativa.

Durante esos días, sin corresponsales españoles sobre el terreno, los periódicos españoles se tendrán que nutrir de las informaciones que envía el centenar de periodistas que acompaña al 5º Cuerpo Expedicionario del Ejército norteamericano. El periodismo cubano, o para decirlo con mayor propiedad el periodismo hecho en Cuba, estuvo a lo largo de todas las fases de la guerra dividido con la misma vehemencia que la sociedad, la política y hasta la cultura de la Cuba de fin de siglo. De un lado estaba la prensa llamada pro-peninsular porque apoyaba las convicciones unitarias de España, y de otro lado la prensa y sobre todo los periodistas que a sí mismos se llamaban patriotas y que la terminología de guerra española calificaba de separatistas.

La prensa hecha en Cuba contaba con igual o mayor número de cabeceras que la Peninsular aunque la circulación de muchos títulos fuese mínima. En ella se estableció con frecuencia el menú político e informativo que luego sería adoptado por los periódicos de Madrid porque los grandes intereses económicos españoles en Cuba, en efecto, se expresaron a veces primero en La Habana y luego en la capital española.

Los periodistas españoles en Cuba sufrían las mismas inquietudes vitales que la sociedad en que vivían y como ocurre siempre con los que sienten directamente el cerco de la historia, su acción devastadora, o en este caso sus artículos y sus opiniones, fueron mucho más radicales y partidistas en sus artículos y sus opiniones que sus colegas peninsulares.

A la discreción del Capitán General

En la España de fin de siglo y como consecuencia de la libertad de prensa de La Gloriosa, y más recientemente de la legislación liberal de 1883, habían surgido diarios y publicaciones periódicas como hongos. 


Pero mientras la prensa de la Península gozaba del margen de libertad que le permitían las leyes y en ella tenían cabida las tendencias que el pluralismo político propiciaba, la prensa en Cuba, quedaba a la total discreción del Capitán General que, en la Isla, era mucho más poderoso que el propio jefe del Gobierno en la Península.

Junto a los periódicos dominantes como La Discusión, el de mayor circulación, el Diario de la Marina, Diario del Ejército, y en muy menor medida Los Voluntarios y El Guerrillero, los grupos económicos cuentan con varios potentes periódicos como El Comercio, El Mercantil y El Avisador Comercial. Cada provincia, cada localidad, mantiene con mayor o menor éxito su propio periódico. Se publica El Eco de Cárdenas, El Correo y La Región en Matanzas, en Santa Clara El Adelanto, El Liberal y El Tabaco en Manzanillo, El Diario del Comercio en Guantánamo, El Criterio Popular en Remedios, La Bandera en Santiago de Cuba, La Opinión en Pinar del Rio, El Fénix en Sancti Spiritus, El Bejucaleño en Bejucal, La Luz y El Criollo en Camagüey, La Pluma Libre en Unión de Reyes, La Fraternidad en San José de Las Lajas, La Unión en Güines, El Nacional en Cienfuegos y otros muchos.


Aunque algunos periódicos como El Evangelio, La Tarde y La República, La Política Cómica o las Hojas Literarias, de Manuel Sanguily, eluden a veces en La Habana el férreo control del poder, la prensa capitalina es eminentemente patriótica. En las provincias, por el contrario, los periódicos se sustrayeron con mayor facilidad a la censura en tiempos de los Capitanes Generales Emilio Calleja y Arsenio Martínez Campos. Además de La Pluma Libre, El Criollo, La Fraternidad, La Protesta, El Siglo XIX de Cienfuegos y El Espíritu del Siglo XIX de Santiago de Cuba, El Triunfo aparecido antes de la Gran Guerra de 1868, la revista Cuba, en la que escribe el conocido periodista e intelectual cubano José Enrique Varona, sirven de vehículo a las ideas separatistas.

Esos, y “mil periodiquillos y revistas de todas partes, cooperaban a la obra de destrucción, ridiculizando a España, calumniando a la Iglesia, defendiendo a sectas protestantes y masónicas”, según escribe el periodista Rafael Guerrero de La Crónica. Se publican además otros muchos periódicos que, aparecían y desaparecían según las circunstancias. Esa prensa separatista o de oposición no era consecuencia coyuntural de la insurrección de 1895. El escritor gallego Xosé Neira Vilas refiere la preocupación, treinta años anterior, del Capitán General Francisco de Lersundi por las “doctrinas incendiarias” que invadieron la Isla de la mano de la prensa. En 1895, cuando las censuras les impidieron defender sus ideas en los periódicos, muchos de ellos canjearon la pluma por el machete o el Mauser y se hicieron combatientes.

Periodistas combatientes

José Miró Argenter, un catalán de pura cepa, periodista, director de El Liberal de Manzanillo al estallar la insurrección, que llegó a ser Jefe del Estado Mayor del más famoso caudillo cubano del 95, Antonio Maceo, cita a medio centenar de periodistas cubanos convertidos en combatientes. Estuvo junto a Antonio Maceo en el combate de Punta Brava donde éste encontró la muerte, y escribió unos años más tarde un relato detallado de la invasión de Occidente por aquel caudillo.

Aparte de dos grandes figuras de la insurrección como José Martí, su jefe político, muerto prematuramente en mayo de 1895 y Juan Gualberto Gómez, representante de Martí en la Isla y coordinador de los levantamientos de febrero de 1895, están otros que cambiaron la pluma por el machete como Enrique Loynaz del Castillo, Enrique Collazo y Manuel García Coronado, director de La Discusión, coroneles de la insurrección, Manuel Sanguily, Francisco López Leyva, Ramón Roa, Eduaro Yero, director de El Triunfo de Santiago de Cuba, algunos de ellos ya veteranos de la guerra anterior.

Loynaz del Castillo siendo corresponsal de Prensa Libre escribió en Costa Rica en 1895, donde se encontraba con Antonio Maceo y otros exiliados cubanos un articulo titulado “El bandolerismo en Cuba” que fue muy mal acogido por los patriotas españoles residentes allí que decidieron darle una paliza. Como consecuencia final del incidente, el cónsul español José Vélez, que había incitado a la colonia contra el periodista cubano, sería relevado de su cargo.

Otros periodistas no combatieron pero simpatizaron con la insurrección como José de Armas, que firmaba con el seudónimo de “Justo de Lara”, o Fermín Valdés Domínguez, director de El Cubano, que abrió sus páginas a periodistas independentistas. Antes que en la Península en Cuba surgen en esos años los primeros empresarios de prensa como Ricardo Arnauto, que firmaba con el seudónimo de “Juan Mambí”, redactor del periódico La Lucha y más tarde director de El Reconcentrado, o los hermanos Ernesto y Perdomo Usatorres fundadores entre otros del periódico Patria que sirvió de portavoz al Partido Revolucionario Cubano de José Martí, de El Porvenir y de La Verdad.

Juan Gualberto Gómez

Juan Gualberto Gómez es, después de José Martí, el ejemplo más destacado de intelectual y periodista cubano que después de haber intentado erosionar la dominación española sobre la Isla por la palabra, decide continuar su obra por métodos revolucionarios. Juan Gualberto había nacido el 12 de julio de 1854 en la provincia de Matanzas. A los catorce años su padre, cabeza de una familia de color acomodada, le envió a Francia a aprender el oficio de carruajero. A la edad de 21 años comenzó a trabajar como reportero de periódicos franceses y como auxiliar de varios corresponsales extranjeros en Paris.

En Cuba, Juan Gualberto fundó los periódicos La Fraternidad y La Igualdad, destinados a defender los derechos de los hombres de color, y fue redactor de La Discusión. En 1880 fue encarcelado y deportado al igual que José Martí a Ceuta, al término de la fracasada Guerra Chiquita (1879-1880), en un exilio que duró diez años. De Ceuta pasó más tarde a la Península y en Madrid trabó amistad con algunos cubanos importantes, entre ellos el abogado y diputado cubano Rafael Maria de Labra, que le hizo redactor jefe de su periódico El Abolicionista y después director de La Tribuna un periódico liberal y reformista. 


Fue igualmente corresponsal en Madrid del diario habanero La Lucha, colaborador de numerosos periódicos españoles, entre ellos El Progreso y El Pueblo, y amigo personal de José Francos Rodríguez, quien le recordaría con respeto y agrado.

En 1895 era delegado de José Marti en La Habana y junto con José Miró Argenter, director del periódico El Liberal de Manzanillo (Oriente), se encargó de movilizar a los que el 24 de febrero de ese año habrían de alzarse. La clave que convinieron tenía estrecha relación con el trabajo periodístico de ambos. El día en que José Miró recibiese un telegrama de Juan Gualberto diciendo “Publique Usted mañana el artículo recomendado”, éste sabría que los insurrectos deberían lanzarse al monte y proclamar la insurrección.

Pero el 24 de febrero la insurrección fracasó en Matanzas, Juan Gualberto se presentó a las autoridades españolas para acogerse al perdón ofrecido por estas, y fue enviado para ser juzgado a La Habana, pero el Capitán General Emilio Calleja formuló contra él acusaciones graves que le hubieran llevado al pelotón de fusilamiento de no haberle sustituido el General Arsenio Martínez Campos, quien le deportó de nuevo.

Juan Gualberto fue liberado de su segundo exilio, que pasó en el presidio de Valencia, en enero de 1898 cuando se estableció el gobierno autonómico en Cuba, pero en realidad no regresó a La Habana hasta que cesó la soberanía española y entró en funciones el gobierno interventor norteamericano. Desde entonces desempeñó una intensa actividad política y periodística. Fundó el Partido Republicano Independiente cuando el Partido Republicano aceptó la imposición de la Enmieda Platt y fue director de Patria el órgano, ahora en Cuba, de los cubanos.

La propaganda cubana fue muy eficaz y muchas batallas las ganaron primero los representantes de la Junta Cubana en Nueva York y después, no siempre, los combatientes sobre el terreno. A conferencia de prensa diaria se hicieron famosos en lo que pronto se llamó el “club de los cacahuetes” porque con cacahuetes y puros apaciguaban las largas esperas de los periodistas norteamericanos que acudían a sus briefings.

El poder de la prensa española

Aunque en la vieja Europa se había filosofado ya en términos académicos sobre el supuesto cuarto poder de la prensa, será el impacto de aquellos periodistas norteamericanos en su país y la desproporcionada influencia de sus artículos en la movilización de la nación y de su gobierno para la guerra, la que proporcionará la primera evidencia histórica de la aparente existencia de ese Cuarto Poder.

El dramaturgo Echegaray aludirá brevemente a ello a principios de 1895 y dirá que “la prensa periodística es un poder, por más que no se cuente entre los poderes que la legalidad constitucional enumera”. Según él ese poder había crecido notablemente en los últimos tiempos al amparo de las instituciones democráticas. “Bastárale eso para tener mis simpatías”, añadía, “aunque no cierre los ojos a sus deficiencias ni a sus errores”.

Un somero repaso de a la situación de los periodistas a fines del siglo XIX puede hacer que parezca un tanto incongruente reconocerles algún poder, cuarto, quinto o sexto, a aquellos que subsistían a base de potaje de garbanzos, café cargado, tenían familias numerosas y vivían en pobres y sombríos tugurios de los arrabales de Madrid. A los pocos que cobraban un sueldo fijo, las 100, 150 o 200 pesetas de ingresos mensuales no les permitían alcanzar decorosamente ningún fin de mes a menos que el padrino político de turno no les hubiera conseguido un “puesto” ficticio en la nómina de algún ministerio.

La legislación de prensa e imprenta había seguido en España una evolución paralela a la política. Los períodos restrictivos coincidían con los de poder de los conservadores, más numerosos y prolongados. Derogaban casi siempre las libertades de prensa introducidas por los liberales, que éstos volvían a restablecer al regresar al poder, en un cansado juego que hacía difícil para el periodista saber en cada momento qué legislación le era aplicable. En 1895, en cualquier caso, estaba en vigor la ley de prensa de 1883 que garantizaba una amplia libertad.

Prensa, Iglesia y Ejército

Aunque pobres y agarbanzados, honorables y dignos como la pobreza, y dependientes del protector político, los periodistas eran un preciado objeto de la censura. Dos instituciones, Ejército e Iglesia, pilares efectivos de la sociedad española competían, a finales de siglo XIX, por regular moral y legalmente la actividad periodística. Una “Pastoral Notabilísima del eminentísimo Obispo de Málaga, Doctor D. Juan Muñoz Herrera, que el propio interesado comenzaba con un mayestático “Nos, el Dr. D. Juan Muñoz Herrera, Por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Málaga, etc, etc..”, sobre La Buena y La Mala Prensa ilustra la pretensión normativa de un sector eclesiástico importante, deseoso de influir sobre las conciencias.

“Son periódicos malos”, escribía su Eminencia, “todos los que ostensiblemente lo son, porque a cara descubierta escarnecen la fe, el dogma católico, las sagradas ceremonias, se burlan de la autoridad de la Iglesia, nuestra madre, y luchan contra la verdad y el bien; y son malos, además, todos los que veladamente, y aún algunos de ellos queriendo pasar por buenos, defienden doctrinas condenadas en el Syllabus y otros venerados documentos pontificios y de propósito incurren en licencias reprobadas en buena moral; de ciertas libertades modernas, condenadas repetidas veces y de manera pública y solemne, por autoridad inapelable”.

El Ejército, menos sofisticado que la Iglesia, se limitó a imponer sus criterios correctivos y en ocasiones algunos de sus miembros asaltaron y atropellaron las redacciones de los periódicos cuando consideraron que el efecto disuasorio del Artículo 7º del Código de Justicia Militar no había actuado. En marzo de 1895 cuando Adolfo Suárez Figueroa, director de El Resumen, publicó unos comentarios que oficiales del Ejército consideraron irrespetuosos, la redacción del periódico fue asaltada y la imprenta destruida. Como El Globo, órgano de Emilio Castelar, y La Justicia de Nicolás Salmerón, se solidarizaron con su colega, también fueron objeto de represalias.

Es cierto que los periodistas no dudaban en lanzar los más aventurados e injustos insultos si contaban con la bendición de sus padrinos políticos. Es verdad que el Ejército no era la única institución española que exigía adhesiones totales y globales. Pero la especial sensibilidad a los reproches y el esprit de corps con que éste reaccionaba ante cualquier ataque a alguno de sus miembros le llevó en esta ocasión a utilizar la fuerza para administrarse justicia por si mismos y en definitiva hacer caer al gobierno liberal.

El motivo de la razzia, que puso sobre el tapete la violenta oposición entre militares e intelectuales, era el convencimiento de los primeros de que El Resumen había exagerado la falta de entusiasmo de los oficiales para acudir a la cada vez más dura guerra de Ultramar. Los incidentes con la prensa se extendieron rápidamente a Barcelona, Sevilla y otras provincias. En Barcelona fue detenido el periodista Eusebio Corominas, director de La Publicidad, y en Sevilla el director del periódico El Baluarte.

El Presidente del Consejo, Práxedes Mateo Sagasta, cuando el General Arsenio Martínez Campos, llamado para mediar entre militares y gobierno, pareció darle la razón a los primeros y presentó un proyecto de ley de reforma del artículo 7º del Código Penal de Justicia militar, más restrictivo aún, prefirió no enfrentarse a los militares y dimitió.

Corresponsales de guerra

El XIX fue un siglo feliz para la prensa escrita, que sin televisión, radio o cine, era el único intermediario entre el poder y los políticos y la sociedad. El lenguaje al uso en la época distingue entre redactor y reportero, que más tarde se transformarán en periodista, y los famosos y opinantes, políticos y literatos, que firman sus trabajos y que en verdad son los que tienen conciencia de constituir algo especial, importante para la sociedad.

Los reporteros, eran la tropa de choque y algunos, cuando el poder, ya muy preocupado por la situación colonial, intentaba ocultar las informaciones que procedían de Cuba, fueron enviados por sus periódicos a La Habana. Entre ellos, Domingo Blanco, redactor de El Imparcial, el mismo Rafael Gasset director del periódico, Tesifonte Gallego , que escribía para El Heraldo de Madrid en tiempos del “bullanguero” general Salamanca, Luis Morote, un destacado reportero de El Liberal, Sebastián Sebastián Cabanellas, bocetista de La Crónica.

Cabanellas, que en La Crónica de la Guerra, dejó casí tantos y tan valiosos bocetos como dejaría más tarde el famoso Frederic Remington del Journal de Nueva York, intentará desde La Habana aclarar a los españoles el por qué de una insurrección que más parecía una guerra civil entre territorios y ciudadanos de una misma nación.

Con frecuencia los corresponsales de los periódicos menos influyentes dejarán que sus propias ideas sobre la guerra y sus autocensuras se trasladen a sus escritos y escribirán lo que pensaban los elementos más integristas de la Isla. Sólo los corresponsales de los periódicos fuertes y de gran tirada como El Imparcial o El Heraldo se sentirán protegidos para criticar cuando así lo estimaron necesario, aunque esa protección no siempre funcionara como demostró la detención y expulsión de Domingo Blanco por el general Weyler.

Otros corresponsales como Espinosa y Ayala que enviaban telegramas a El Liberal, Peña y Pichardo que hacían lo propio para El Heraldo de Madrid después de Tesifonte, Juan de las Heras, corresponsal de Blanco y Negro, López Allué, también de El Imparcial, o Sánchez Gavito de El Correo Español, son menos conocidos, pero igualmente activos.

En la etapa hispano-norteamericana de la guerra y cuando la prácticamente única fuente sobre el terreno son los periodistas norteamericanos, resultarán graciosas las advertencias con que los corresponsales españoles prologarán las informaciones que transmiten: “Aunque esta información no merece crédito por proceder de donde procede, la transmitimos por su importancia…”; “Por su origen, esta información debe ser tomada con toda cautela..”; “Los lectores juzgarán por si mismos la fiabilidad de este despacho yankee.


Los periodistas españoles en Madrid y en La Habana estaban limitados tanto por la amplia jurisprudencia y legislación restrictiva en materia de prensa, como por la presión del entorno, mucho más aplastante en La Habana que en la Península, que no podía admitir ni admitiría en ningún momento que un periodista peninsular se saliese del estrecho marco ideológico y político que la catarsis patriótica colectiva permitía.

Esa ambición unanimitaria la imponía un comercio español proteccionista, unos hacendados temerosos de perder fortunas y privilegios anacrónicos, un gobierno y un estado costosos que se beneficiaban de la carga impositiva tres veces superior a la española que aplastaba a esa rica provincia, y algunos ministros, políticos y prohombres españoles con importantes intereses en Cuba.

Lenguaje periodístico de guerra

En una guerra, las palabras resultan tan eficaces como las balas. El adjetivo adecuado es tan letal como el Mauser o el machete. Por eso para los periodistas españoles la guerra es separatista y no independentista; lo que estalló el 24 de febrero de 1895 es una insurrección y no una revuelta contra el colonizador. Quienes combaten del lado insurrecto son traidores si blancos, hienas salvajes si negros, y quienes los apoyan son descritos como filibusteros, laborantes, bandidos, rebeldes y sus voceros calificados de meros agitadores y provocadores profesionales.

El español es “pacífico”, y el mambí “fiera salvaje”; las jerarquías del Ejército español son “ilustres caudillos”, “bizarros generales”, “heroicos soldados”. El mambi es “titulado general”, “titulado coronel” o “titulado comandante”, “cabecillas” o jefes de “partidas” “bandidos”. Los combates son “brillantes hechos de armas” cuando exitosos para los españoles, y “arteras y traidoras emboscadas” si los mambises vencen. Y sobre todo, el español es “noble y heróico” y siempre peleó en inferioridad numérica de cómo mínimo uno a diez. La caracterización de los españoles y sus instituciones por la prensa separatista era igualmente demoladora. La “Benemérita”, la Guardia Civil, es una “ergástula de la Inquisición”; El Ejército “refugio de granujas”; la administración colonial, “incompetente y venal”. 


Los hacendados españoles son “colonialistas”, “esclavistas” y “negreros”. Lo que estaba en juego, a juzgar por la prensa, era una cuestión de honor, de bandera, de patria, de patriotismo, de derechos históricos, de orgullo de nación conquistadora y civilizadora. Esa retórica impidió ver que detrás había pesetas, muchas pesetas, e intereses hasta en las más altas esferas del gobierno y de la propia monarquía. En 1895, además, la cuarta parte del comercio exterior total de España se realizaba con Cuba.

El corresponsal español en La Habana pasaba largas horas en la Capitanía General a la espera de los partes oficiales de las operaciones, viajaba ocasionalmente con alguna columna a operaciones de éxito seguro, asistía a los constantes actos de reafirmación patriótica que se celebraban en la capital, y era invitado preferente, al lado de las autoridades, en pascuas militares, onomásticas reales, misas de campaña y otros misterios gozosos colectivos.

Los ratos libres los pasaban en los cafés del Parque Central, deambulando por la Acera del Louvre próxima, donde circulaba información de orígen separatista, o en los muchos teatros de la ciudad como el Albisu, Pairet, Tacón, y otros. Vivían, pues, en un trozo de España trasplantado al Caribe mucho más intransigente que la madre patria, donde no tenía cabida la otra Cuba que emergía pujante.

Para los mambíses, por el contrario, los periodistas españoles eran simples agentes de la maquinaria propagandística de España colonial. Aunque en el principio de la insurrección alguno que otro entrevistó a algún personaje político cubano considerado separatista, en la etapa en que el General Weyler estuvo al mando, a ninguno se le hubiera ocurrido visitar al enemigo levantado en armas.

Intransigencia e intolerancia

La propia intransigencia y parti pris de los periodistas con respecto a la revolución cubana, les impedía admitir que los insurrectos cubanos pudiesen ofrecer nada válido y digno de referir a sus lectores. Amplificaron los partes oficiales que exaltaban los triunfos españoles y trataron con moderación los que sugerían derrotas. Sin contrastarlos, los retransmitieron y contribuyeron a crear una guerra virtual de comunicados que en la mayoría de los casos poco tenían que ver con la realidad sobre el terreno.

La masa lectora española, contagiada por la retórica habitual, tampoco parecía querer la verdad. La ciudadanía se reconfortaba a si misma, como tantas otras veces en la historia, con los sueños de las grandezas ajenas con que la alimentaba la prensa y la literatura oficial. Se aferraba a un pasado imperial cuyas glorias, como ciudadanos pobres, nunca les habían correspondido, del que ahora salían sin haber participado de sus beneficios, pero en el que querían permanecer a toda costa por no se sabe qué misteriosa fascinación.

Así es que las intolerancias y las indiferencias trazaron desde el inicio de la guerra una infranqueable barrera humana y social que pronto dio lugar a dos sociedades absolutamente estancas. De un lado quedaron los mambises y la sociedad criolla que les apoyaba o simpatizaba con ellos, y del otro lado la sociedad “pro-peninsular”, orgullosa, soberbía, convencida de la existencia de una especie de razón superior que convertía a Cuba de por vida en una prolongación de España.

Eran los buenos patriotas, los “elementos sanos” como les llamaba la prensa pro-penínsular de La Habana, aquellos que defendían a capa y espada la soberanía de España sobre la Isla y vivían sumergidos en un universo de retórica patriotera y españolista. Era un extremismo sin matices y opresor cuyos limites definió el Capitán General Weyler el mismo 10 de febrero de 1896 a su llegada a La Habana: “Quien no está por la españolidad de Cuba incondicionalmente está contra España y contra mi”. A contrario, el Capitán General interpretará que quien está contra él, está contra España.

El 24 de marzo el liberal Práxedes Mateo Sagasta fue sustituido por el conservador Antonio Cánovas del Castillo. Nada más jurar su cargo, nombró Capitán General de Cuba al General Arsenio Martínez Campos, pero pronto, en enero de 1896, ante el clamor de la prensa, del comercio y los hacendados habaneros, le sustituyó por el General Valeriano Weyler, en cuya mano dura todos confiaban.

Cuando Weyler llegó a La Habana el 10 de febrero de 1896, los militares españoles en la Isla estaban ya muy “quemados” por la campaña de la prensa “amarilla” norteamericana contra España y en particular contra ellos. El nuevo Capitán General, que tenía muy reciente la experiencia de los incidentes de marzo de 1895 entre los militares y la prensa en España, estableció inmediatamente las reglas que regirían sus relaciones con los periodistas.


Su bando de febrero, dictado solo seis días después de su llegada a La Habana dispuso que quedaran sujetos a la jurisdicción de guerra quienes propalasen noticias favorables a la rebelión o la ensalzasen y quienes de palabra o por medio de la prensa atacasen el prestigio de España, del Ejército y de los Voluntarios. Por si hubiera podido subsistir alguna ambigüedad en cuanto a la amplitud del control que deseaba implantar, el General Weyler dictó el 27 de abril siguiente otro bando específicamente dedicado a la prensa que introducía la censura preveía de prácticamente todo lo que se podía imprimir e incluso dibujar e ilustrar en Cuba.

La mano dura de Valeriano Weyler

Weyler reprimió a los periodistas de todas las nacionalidades, suspendió las salidas de éstos con las columnas, y nunca intentó ganárselos. Por sus actuaciones, pero también por ese concepto aristocrático tan generalizado entonces del poder, que impedía descender a los reporteros, el general tuvo pronto en su contra a los numerosos corresponsales norteamericanos que fueron y vinieron de Cuba durante todo su mandato a la búsqueda de reportajes interesantes, y a los periodistas españoles.

Desde el punto de vista estrictamente militar los resultados que Weyler pretendía haber alcanzado eran impresionantes. Desde el 10 de febrero de 1896 en que llegó a La Habana, a octubre de 1897 en que fue destituido, la insurrección cubana había perdido a su más popular jefe militar, Antonio Maceo. La famosa "invasión” de Occidente por la insurrección había sido obligada a retroceder; Máximo Gómez no era capaz de pasar la trocha Jucaro-Morón para volver a invadir Occidente; Matanzas y Las Villas estaban más o menos libres de partidas insurrectas, y el capitán General se proponía empujar la insurrección al reducto oriental para allí rematarla. La Administración colonial había mejorado y las corruptelas más visibles habían sido reprimidas por el Capitán General.

Weyler hubiera podido capitalizar todo ello en su favor, pero dos medidas que tomó, la reconcentración de las poblaciones rurales y la prohibición de la zafra, abrieron, con el beneplácito de los hacendados, la veda del general para los corresponsales. La prensa norteamericana había despellejado al ilustre militar en todo tiempo, pero hasta entonces los corresponsales españoles se andaban con mucho cuidado. Debido a la prohibición de la zafra, Julio Pérez Apezteguía, Marqués de Apezteguía, jefe de los constitucionales cubanos y rico hacendado, viajó a España en unas gestiones que, vistas con un siglo de retraso, parecen haber dado lugar al inicio del fin de la carrera de Weyler en Cuba.

Maceo y Gómez habían sometido la economía del país a una implacable y sistemática destrucción que no excluía más que a aquellos que pagaban el impuesto revolucionario que les permitía a su vez financiar la rebelión. Eran ellos y las múltiples partidas insurrectas quienes habían puesto de rodillas con sus destrucciones de poblados, cañaverales, ingenios, y cafetales a una de las economías más florecientes del Caribe.

Así es que cuando Weyler, que con anterioridad había prohibido la exportación de tabaco en rama para no favorecer a los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso que financiaban la rebelión, habló de dictar un bando prohibiendo la zafra, algunos grandes hacendados de la Isla consideraron que las cosas habían llegado a un límite inaceptable para ellos.

Debido a las presiones y recomendaciones que recibió, incluso del gobierno en Madrid, Weyler no llegó nunca a dictar el bando, pero dio instrucciones reservadas a las comandancias en las provincias para que entorpecieran la zafra por todos los medios de manera que los recaudadores mambises supieran que no iba a haber producto de ventas de caña de azúcar.

Para Weyler, los ciudadanos sólo necesitaban poseer fervor patriótico, generosidad para el sacrificio y confianza en las instituciones. La prensa debía en todo momento contribuir a reforzar ese patriotismo o levantarlo cuando estuviese deprimido, y eso Weyler intentará lograrlo incluso por decreto. El mot de passe era bien sencillo: “Viva España”, “Arriba España”.

En él entorno de sus incondicionales se encontrarán el Ejército, por supuesto, los Voluntarios, los Bomberos de La Habana, la Guardia Civil, la Policía Gubernativa, la mayor parte de la prensa local, la poetisa y periodista Eva Canel, y los grandes hacendados y comerciantes de la Isla que, cuando protestan a través de los órganos de prensa locales por su destitución, en octubre de 1897, no saludan en él solo a un caudillo victorioso sino, muy significativamente, a un general proteccionista.

El Capitán General y los intransigentes de su entorno habían dado lugar a otro espacio de “reconcentración ideológica” el que no había lugar para dubitativos, indecisos, ni timoratos, y mucho menos para quienes creían que el mundo no era un inmenso cuerpo de ejército en donde el Capitán General, en la cúspide de la pirámide, daba órdenes a los generales, los generales a los coroneles, y así sucesivamente hasta llegar al humilde soldado. El ritmo de la vida del país, y de los periodistas, al menos en Cuba, debía estar regulado por el son del cornetín, el redoble del tambor y la voz viril que gritaba “un, dos; derecha, izquierda; un, dos”.

Eva Canel, un símbolo patriótico

Nadie mejor que Eva Canel simbolizaba las intransigencias y los odios patrióticos contra quienes primero reclamaron la reforma del régimen colonial, luego la autonomía administrativa y, frustradas todas sus esperanzas, la independencia defendida en los campos con las armas. Asidua colaboradora en las páginas del Diario de la Marina durante la última guerra (1895-1898), Eva Canel contribuía con sus panfletos encendidos a mantener viva la llama del patrioterismo más primitivo y radical. Durante toda la etapa de mando del Capitán General Weyler, de quien se hizo amiga íntima y cuyas visiones varoniles y violentas compartía, Eva Canel era parte indispensable e insustituible de cualquier autobombo nacional.

Josep Canonglo, un soldado catalán que fue enviado a Cuba en 1895 y simpatizó con los independentistas cubanos, cuenta que asistió a un acto en la Cervecería La Tropical de la Habana en el cual Eva Canel era, como de costumbre, la principal oradora patriótica, y la describe así: “cincuentona de facciones hombrunas y de estatura mediana, vestía el uniforme de los Voluntarios del Comercio, aunque con el faldellín a la altura de los tobillos, para recato discreto de sus redondeces fisiológicas más pronunciadas”.

Los inflamados discursos de la señora Canel comenzaban al son del cornetín que pedía silencio, estaban siempre llenos de insultos y descalificaciones para los mambises y sus jefes, a quienes el mejor calificativo que dedicaba era el de bandidos y concluían invariablemente con vivas a Weyler, a los Voluntarios y a la propia Eva Canel, que formaba con ellos una trilogía inseparable.

Canonglo señala que a fin de cuentas la Canel resultaba ridícula y risible y refiere que uno de los más importantes comentaristas de la época, Wenceslao Gálvez, que descubrió que Eva Canel no era más que el seudónimo teatral con el cual ocultaba su verdadero nombre, Agar Infanzón Canel, popularizó en el semanario Gil Blas el juego de palabras, “Agar…ven aca-Agar”.

Antonio Cánovas del Castillo había sido asesinado en el balneario de Santa Agueda el 8 de Agosto de 1897. Después de un breve y confuso interregno, los liberales de Práxedes Mateo Sagasta volvieron al poder. Como ocurre siempre, cada gobierno actúa según sus prioridades en relación con la prensa y los periodistas. A Cánovas y a Weyler les habían preocupado las críticas de la prensa peninsular a las actuaciones y medidas del Capitán General. Al nuevo gobierno liberal de Sagasta, le preocuparon las continuas manifestaciones de apoyo y adhesión a Weyler de la prensa patriótica habanera y de los amigos personales del general.

Tanta amistad, como tanto amor, matan y Eva Canel fue, por exceso de afecto, causante en gran medida de algunas de las persecuciones administrativas de que el General fue objeto, ya de retorno en la Península, al divulgar en Cuba una carta que éste le había enviado en la que se atribuía el propósito de organizar una expedición de bravos legionarios para volver a Cuba y abolir la autonomía y luego invadir Estados Unidos e imponer la paz a la mismísima Casa Blanca.

El liberal Segismundo Moret, nuevo y flamante ministro de Ultramar, incitará desde finales de 1897 al Capitán General Ramón Blanco a reprimir a unos corresponsales que ningún gobierno intentó ganarse por entender que sólo convenía darles órdenes, pero que todos trataron de silenciar cuando sus informaciones dejaron de ser propaganda para el Ejecutivo.
El ministro le señaló los objetivos a doblegar, el diario El Comercio, que defendía a Weyler, que era a quien de verdad temía el gobierno y a sus incondicionales, y entre estos, cómo no, a la señora Canel. La vida de Eva Canel, que tenía un patriótico hijo mayor que deseaba ingresar en los Voluntarios pero a quien ella se lo impidió por probable patriotismo, fue muy difícil en Cuba después de la partida de Weyler y ante la hostilidad oficial acabó pronto por emigrar al parecer a la Península y después a la Argentina.

Corresponsales famosos. 


Luis Morote

Salvo raras excepciones, los corresponsales españoles no hablaron de la insurrección y de sus hombres más que para ridiculizarlos o injuriarlos. Ninguno se acercó a un campamento rebelde para entrevistar a los jefes insurrectos ni tampoco hablaron con sus representantes civiles, al menos en los tiempos álgidos de la contienda. El pacto de silencio periodístico posterior sobre los mambíses lo intentó romper el corresponsal de El Liberal, Luis Morote, en una hazaña que, no obstante fracasada, le convirtió en héroe. Sus motivos para iniciarla, más que periodísticos fueron, como en el caso de Cañarte, patrióticos, y excusaron, a los ojos de sus compatriotas, su violación de la norma.

En diciembre de 1896, Luis Morote decidió entrevistar al Generalísimo cubano Máximo Gómez, Jefe del Ejército Libertador, con el objetivo de conocer su opinión sobre la autonomía anunciada por el gobierno y que en los círculos políticos liberales y por lo tanto en su periódico, era presentada como la panacea de los problemas cubanos. Aunque se trataba de ese periodismo insulso y burocrático de solicitar reacciones a cada declaración de un gobierno y que reduce, aún aparentado agrandarlo, el margen de la información al acto gubernativo en sí y a las opiniones más o menos “cualificadas” que los periodistas recaban sobre aquél, el gesto de Morote fue acreedor de todo elogio.

Más que entrevistar a Gómez y conocer sus opiniones, lo que deseaba era argumentar con él sobre las bondades de la autonomía. Morote creía que la autonomía o al menos así lo defendía públicamente en sus artículos, podía contribuir a la pacificación por todos deseada. En la primera semana de diciembre de 1896, con media docena de ejemplares de El Liberal, donde aparecían sus artículos sobre el proyecto autonómico, bajo el brazo y con el pretexto de visitar dos fuertes españoles partió de La Habana hacia Sancti Spíritus. Después de múltiples peripecias por los campos de Cuba, el 13 llegaba, conducido por unos mambíses, a Barrancones, donde Gómez tenía su campamento.

Morote estaba tan impaciente por enfrentarse dialécticamente al Jefe del Ejército libertador que no tuvo paciencia para aguardar a que el caudillo dominicano le recibiera. Atravesó el campamento en unas zancadas e irrumpió bruscamente en la tienda del Generalísimo. Este tomó muy mal la iniciativa pero Morote, que no parecía darse cuenta de su situación, empezó a hablar con pasión de las reformas mientras miraba a Gómez como esperando su aquiescencia. Sin dejarle terminar Gómez se dirigió a sus ayudantes y les dijo: “Sáquenme al gallego de aquí y hagánme el favor de guindarlo de una güasima”.

El corresponsal español había llegado en el peor momento posible. El Generalísimo acababa de recibir la noticia de la muerte de su hijo “Panchito” Gómez Toro junto a Maceo en Punta Brava cinco días atrás y hubiera enguasimado a su propia sombra de haber podido. Cuando los mambíses se disponían a colgarlo, Bernabé Boza, jefe de la escolta de Gómez, les detuvo y dijo que antes había que hacerle un consejo de guerra para que todo fuese legal. Discutieron entre ellos y al fin se impuso la voluntad de la mayoría de los oficiales que pidieron a Gómez que dejara marchar a aquel osado e insensato periodista “gallego”.

Pocos días después Luis Morote entrevistó, esta vez con éxito, al Presidente Mac Kinley, con el mismo objetivo de recabarle una reacción al proyecto de autonomía para Cuba del gobierno liberal español. En 1900, Morote se convirtió en uno de los pocos periodistas españoles que habiendo vivido la guerra in situ dejó constancia de su experiencia en un libro.

Juan José Cañarte

Una excepción muy temprana, de los primerisimos tiempos de la insurrección, la constituye el periodista Juan José Cañarte, redactor del periódico habanero La Lucha y corresponsal de El Imparcial, que viajó a San Vicente de Gua, en Oriente, donde tenía su campamento uno de los más destacados insurrectos orientales y rico propietario D. Amador Guerra.

Eran los auténticos primeros tiempos, cuando aún no se había disparado ni un solo tiro y la relación entre insurrectos y periodistas españoles permitía un margen amplio de cordialidad. Cañarte no iba solamente en calidad de periodista sino con la misión que le habían encomendado otros ricos hacendados de Manzanillo de intentar convencer a Guerra y a los que se habían alzado con él de que depusieran las armas. Llevaba una carta personal en ese sentido de los hacendados de Manzanillo para Guerra, que éste ni siquiera le dejó leer.
Cañarte fue, no obstante bien atendido, le rindieron honores “militares”, mataron a una vaquilla y varios lechones para agasajarle y el reportero a su vez les obsequió con el salchichón y los puros que llevaba en su mochila. Amador Guerra y Aramburu Azpiazu, un vasco de Guipúzcoa que se había unido a los insurrectos, respondieron a sus preguntas y le dijeron que no confiaban para nada en el partido autonomista ni en la autonomía.

Domingo Blanco

Domingo Blanco, corresponsal de El Imparcial, fue uno de los corresponsales españoles más famosos y activos y, ayudado por la importancia de su periódico, el de mayor tirada entonces en Madrid, pudo escribir con relativa independencia y espíritu crítico. Abordó todos los temas tabúes para otros periodistas locales o corresponsales como la deficiente sanidad, las calamitosas condiciones de vida del soldado, la corrupción administrativa de todo tipo, y las grandes debilidades de la organización militar, llamativas en tiempos del Capitán General Martínez Campos y que su sucesor trató de remediar no siempre con éxito.

Al amparo de sus bandos sobre la prensa de Weyler detuvo en septiembre de 1896 y posteriormente expulsó de Cuba a Domingo Blanco, que había expresado dudas sobre algunos de los éxitos militares reivindicados por el Ejército y formulado veladas acusaciones sobre reventas de alimentos destinados a ser distribuidos gratuitamente a los concentrados por algunos oficiales. Domingo Blanco no volvería a Cuba hasta octubre de 1897 en el mismo vapor que llevaba a la Isla al nuevo Capitán General, Marqués de Peña Plata, Ramón Blanco y Erenas. Uno de sus primeros trabajos será entrevistar al Inspector General de Sanidad en Cuba, doctor Losada, cuyas respuestas convirtió en requisitoria contra Weyler.

La Sanidad no era una cuestión banal y todos, incluidos los militares, reconocían que el mayor número de muertos durante la guerra lo habían producido las enfermedades. Los primeros artículos de Domingo Blanco sobre la sanidad, intranquilizaron a las madres cuyos hijos eran enviados a morir en unas colonias donde no poseían ni bienes ni intereses y de las que en la mayoría de los casos no habían oído hablar hasta que no les tocó como destino en los sorteos de las quintas.

Sus informaciones sobre la sanidad causaron mayor impacto porque con anterioridad, la Capitanía General había organizado un viaje de periodistas españoles a los hospitales de la Trocha Mariel-Majana, uno de los lugares donde más muertes por enfermedad se habían producido y los periodistas que allí fueron habían escrito a su regreso que los enfermos estaban “atendidos con tanto cariño, los hospitales están tan limpios y cuidados y la alimentación es tan matemáticamente exacta, que resulta imposible morirse en ellos”.

La “hija” patria

Cómo, cuándo y por qué surge en un colectivo de seres humanos la ambición de disponer de una patria propia es asunto difícil de precisar. El escritor cubano Reynaldo González afirma que en el caso de su país todo parte del “encuentro del descubridor-colonizador europeo con la negra africana cautiva”, de un “braguetazo, una descarga hormonal, forcejeo, imposición, sí, pero fundadora y germinal”. De aquel braguetazo germinal nacieron cientos de miles de “criollos” cuya patria, madre y única, estaba a 6.000 kilómetros de distancia. Al cabo de varias generaciones los criollos se sintieron atraídos por la tierra donde nacieron. Entonces los españoles les llamaron “rellollos” y ellos se proclamaron cubanos.

Tanto se hablaba en la Cuba de finales de siglo XIX de la madre patria, que los cubanos, incitados por los deleites de esa maternidad que veían próspera y generosa con los peninsulares, acabaron por desear aunque fuese una hija patria. La metrópoli española, como todas las metrópolis, respondió a esos deseos con dos o tres estrategias de retraso. Propuso reformas del sistema colonial cuando pedían autonomía, y autonomía cuando la independencia parecía ya inevitable.

La autonomía

El año de 1898 se inauguró en Cuba con malos auspicios. El día primero de enero tomó posesión el Gobierno autonómico, ridiculizado en la prensa, rechazado por los grandes intereses económicos españoles en la Isla, y bajo observación constante de las “fuerzas vivas”, militares, Voluntarios y gran comercio. Algunas desconsideraciones y poco tacto por parte del Gobierno liberal en Madrid, como el nombramiento de los nuevos magistrados de la autonomía antes de que se constituyese la nueva Asamblea cubana, o la famosa carta sustraída al diplomático español Dupuy de Lome, irreverente con el Presidente de una nación con la que no se estaba en buenos términos y ambigua con respecto a la autonomía cubana, irritarán hasta al propio Capitán General Ramón Blanco. Con mucho más motivo autorizarán a la prensa y al Gobierno norteamericano a expresar sus dudas sobre las verdaderas intenciones del Gobierno español.

En Madrid, La Correspondencia Militar estaba en auténtico zafarrancho de combate contra el gobierno, y abogaba por su sustitución por otro ejecutivo de tinte conservador. Su bestia negra, no obstante, era el ministro de la Guerra, Miguel Correa, a quien dedicará notas y artículos realmente injuriosos. En ese entorno de cuchillos largos y preparados, el general Ramón Blanco, enviado con propósitos conciliadores a Cuba, seguirá pronto los pasos de su antecesor, restringirá la libertad de prensa e implantará la censura previa. El Bando que así lo ordena, dictado el 14 de enero de 1898, está motivado en lo inmediato por los incidentes entre militares y periodistas que tuvieron lugar en esos días en La Habana.
Militares contra periodistas

El día 11 de enero por la mañana, un centenar de oficiales, emulando a sus compañeros que en Madrid en marzo de 1895 asaltaron las redacciones de varios diarios visitaron la redacción El Reconcentrado, que el día 10 había titulado Fuga de Granujas el suelto que diariamente publicaba sobre la partida de oficiales españoles. El periódico independentista, que dirigía Ricardo Arnautó, la Eva Canel del panfletarismo cubano, había surgido al amparo de la tolerancia hacía la prensa que había instaurado a su llegada a Cuba el año anterior, el General Ramón Blanco para marcar las diferencias de su política con la de su antecesor Weyler. Aquel titular, de un diario leído con lupa por todos los que en La Habana consideraban un desastre la concesión de la autonomía a Cuba, no podía pasar desapercibido.

Como por la mañana los militares que invadieron la redacción de El Reconcentrado no encontraron ni al director ni a los redactores, tiraron los muebles por la ventana ante los asustados empleados que salieron huyendo. Después bajaron a los talleres, rompieron las planchas, dañaron la maquinaria, y arrojaron la tinta por el suelo. Para entonces ya se les había unido una masa de curiosos y exaltados que pedían que se continuara aquel correctivo con La Discusión y el Diario de la Marina. Los alborotadores se dirigieron al Parque Central, donde tenían su sede los otros dos periódicos, a los gritos de ¡Viva España!, ¡Viva Weyler! y ¡Viva el Ejército!

Incluso dentro de la Capitanía General los Voluntarios prorrumpieron en gritos de ¡Que se vaya! en alusión al Capitán General Ramón Blanco a cuya “bondad” atribuían los desmanes de la prensa. La preocupación del gobierno insular fue tal que hizo venir tropas de las guarniciones cercanas a la capital. En los días siguientes, en los cafés y casinos de la ciudad no se hablaba de otra cosa y en algunas manifestaciones se gritaba: “Mueran los cerdos yankees”, “Que se vayan los puercos y ladrones americanos”.

El 14 de enero de 1898 un bando de Blanco restringía la libertad de prensa y restauraba la censura previa. La censura no impidió que la prensa más integrista de La Habana volviera a sus criticas directas o veladas a la autonomía y al propio Capitán General. La Lucha publicaba el 22 de enero un editorial titulado Primero las armas, después la política, mientras que El Nacional, en otro artículo titulado Fracaso y firmado por el diputado por La Habana, Antonio González López, afirmaba que “se excluye al leal, se perdona la traidor; se encumbra al tibio; se otorga con violencia de ley un régimen en el que apenas se vislumbra la soberanía de la metrópoli….Regocijan las infames mentiras que deshonran a nuestro Ejército, y todo ello sin que se aclare el horizonte de la guerra”.

La guerra hispano-norteamericana

Enero y febrero fueron dos meses desastrosos para las relaciones hispano-norteamericanas y en marzo los acontecimientos se desarrollaron con tal rapidez que el gobierno español daba la impresión de tener dificultad para seguirlos. En enero los Estados Unidos concentraron a sus buques de guerra en Cayo Hueso y enviaron al “Maine” a la Habana a donde llegó el 25. La prensa norteamericana realizó una auténtica campaña contra la reconcentración que irritó enormemente en la capital. La prensa local le contestó y como es natural pretendía que la medida no era tan mala.

El Ejército español estaba además muy irritado porque el gobierno le debía diez pagas y por primera vez el “honrado comercio español” ya no fiaba a quienes en definitiva están allí para defenderles. Según fuentes norteamericanas, preocupado porque los militares españoles de la Isla pudieran sublevarse contra la autonomía decretada por el gobierno de Madrid, que pudieran atacar a las personas o los intereses norteamericanos, el cónsul de Estados Unidos en la Habana, General Fitzhugh Lee, hizo venir al crucero “USS Maine”. La explosión de éste en la bahía de la capital cubana en la noche del 15 de febrero de 1898, sería el detonante final de la guerra.

Aunque reprimidos por una abundante legislación sobre prensa, los corresponsales españoles demostraban en ocasiones como esa que sabían hacer su trabajo. El 15 de febrero era carnaval en la Habana. La mayoría de los corresponsales se encontraban a las nueve y media de la noche, cuando explotó el crucero norteamericano, en las diversiones típicas del momento. Unos asistían en el Teatro Albisu a algunas de las zarzuelas de temporada que parecían creadas para lucimiento de la diva Rosa Fuertes, de la que se decía que se enamoró el torero Mazzantini que había toreado en la Plaza de Ayestarán. Otros estaban sentados en los cafés del Parque Central, la Acera del Louvre, la calle Obispo, donde acostumbraban a reunirse e informarse con los periodistas locales de los diarios próximos.

Domingo Blanco estaba aquella noche en el Café Alemán en la esquina de la calle Neptuno y Paseo del Prado cuando una atronadora explosión que se oyó en toda la ciudad, le hizo tambalearse en la silla. Decenas de periodistas, españoles, cubanos y norteamericanos, que se encontraban por las cercanías, salieron como catapultados en dirección al Muelle de la Luz de donde pareció provenir la deflagración.

En unos minutos Blanco estaba subido en uno de los múltiples botes enviados por la comandancia de Marina en socorro de los náufragos. Aquella noche ninguno durmió, pero sus periódicos no pudieron tener la noticia al día siguiente porque como de costumbre el telégrafo local había cerrado sus puertas para todo aquello que no fueran comunicaciones oficiales.

Las correspondencias de Blanco esa noche, que relataba su visión de hombres despedazados lanzados al espacio, de los supervivientes mordidos por los tiburones de la bahía y de los cuerpos horriblemente mutilados por las llamas de los incendios casi simultáneos a la explosión, impresionaron a sus compatriotas. Todos cultos y analfabetos, supieron en esos días que algo nuevo había ocurrido, que se había iniciado un camino que terminaría inexorablemente en la guerra con los Estados Unidos.

A finales de enero, en Madrid, Romero Robledo, un político conservador con importantes intereses en Cuba, secundado por Francisco Silvela, sugirieron la unión de los conservadores para intentar derribar al gobierno liberal. El banquete con que se regalaron el día 28 unos 450 destacados conservadores llevó a la prensa militar a creer que “ya hay un partido fuerte y vigoroso que además vitorea al Ejército “genuina representación de la patria”.

De muy diferente manera vio el resto de la prensa esa esperanza. El Imparcial asociaba irónicamente la importancia del proyecto con la cantidad de manjares consumidos por los ilustres convidados. Exactamente “1.500 huevos, 700 panecillos, 130 langostas, 100 kilogramos de solomillo, 300 docenas de ostras, 16 latas de trufas, 700 mauviettes (alondras) y 900 botellas de vino (a dos botellas por cabeza) amén de 3 botellas de cognac para facilitar la digestión”.

A mediados de febrero la bolsa, que respondía a los instintos de los inversionistas, bastante más realistas que los del resto del país, se hundió: las acciones del banco de España cayeron 14 enteros y las de Tabacalera 15 enteros. Fallido el intento de comprar Cuba a España en 300 millones de dólares, transmitido a la Reina Regente por el representante de Estados Unidos en Madrid, M. Woodford y lanzado el ultimatum del Presidente Mac Kinley a España, los acontecimientos entraron en una vía sin cambio de sentido.

La irresponsabilidad de la prensa y de los políticos alcanzó entonces cotas insuperables. El General Weyler dijo en las Cortes que bastaría con la amenaza de enviar 50.000 de los bizarros y aguerridos soldados españoles en Cuba a Estados Unidos para apagar la belicosidad nortamericana. Los Voluntarios en La Habana corearon al General y lanzaron una proclama donde sostenían lo mismo. El diario El País retomó la idea y la transmitió como convicción propia a sus lectores. El Imparcial recriminó al gobierno que “siga cruzado de brazos mirando como nos humilla a diario Estados Unidos y como mueren sin ventaja para la patria, los soldados españoles”.

A principios de marzo, el Secretario de la Guerra norteamericano, Russel Alger informó a su gobierno de que el poder militar español en Cuba estaba muy debilitado y que sólo 65.000 hombres se encontraban en condiciones de combatir. Añadía que la moral era pobre como también lo era la preparación combativa.

Un ánimo, pues, muy lejano de salir huyendo cuando los legendarios heroes españoles amenazaran con aparecer por las costas norteamericanas.
España no enviará soldados contra Estados Unidos y ni siquiera esgrimirá la amenaza, pero Estados Unidos sí decretará el 23 de marzo el bloqueo naval de Cuba. Y poco días más tarde, el 11 de abril, el Presidente Mac Kinley pidió al Congreso autorización para ir a la guerra, autorización que ambas Cámaras le concedieron el 18. Entonces es cuando se produjo un auténtico pánico en la bolsa española y las acciones del Banco de España bajaron 28 enteros, las de tabacalera 14, la renta interior 5, las obligaciones de aduanas 6, y las de Cuba 4 enteros.

El gobierno de Madrid cedió ante tantas viriles presiones internas y llamó a filas a 50.000 mozos de la quinta de 1897 excedentes de cupo. El Almirante Cervera, informó a su Estado Mayor de los telegramas intercambiados con el ministro de la Marina, Señor Bermejo, y les manifestó que había decidido aceptar su lamentable destino. El comandante del Cristóbal Colón, el buque más modernizado de la Escuadra española, Emilio Díaz Moreu, le dijo sin salir de su asombro:” Lo que no entiendo es como alguien puede desconocer la aplastante superioridad de la escuadra yanqui”.

El Lenguaje periodístico se vuelve insultante

El lenguaje menospreciativo que la prensa y los políticos habían tenido en los años anteriores al estallido de la guerra con Estados Unidos hacia los mambises, se tornó en procaz y soez, fanfarrón, insolente e insultante hacia los norteamericanos. Estados Unidos era representado en las caricaturas como un cerdo, más o menos gordo según las publicaciones. Los norteamericanos eran yankees o jingoes, “tocineros”, sus hombres de negocios “mercaderes, su Presidente “hipócrita e inepto” , sus Congresistas y Senadores “borrachos que tartamudean en las Cámaras debido a la excesiva ingestión de cerveza” antes de los debates. La nación entera en formación “la escoria del Viejo continente”, “advenedizos”, “espúrea raza sin honor ni historia”.

Covadonga, Las Navas, Numancia, Otumba y otros muchos lugares de reafirmación hispana o donde las armas españolas se habían cubierto de gloria reaparecieron en las páginas de los periódicos en un mensaje subliminal que parecía anticipar la desigualdad del combate y pedir benevolencia para su eventual desenlace desfavorable. Pero, ¿estaban todos convencidos de que iban a perder en el enfrentamiento con Estados Unidos? La prensa española, en definitiva tan amarilla como la norteamericana, insultaba a los yankees y buscaba la excitación de las pasiones populares. Los periódicos afirmaban ya en marzo de 1898 que Estados Unidos amenazaba e intentaba amedrentar a la nación española.
Los corresponsales en La Habana trataban de confirmar esos gestos verbales en defensa de la victoria segura, de los brios de la raza contra el dinero y la codicia, con referencias creíbles. A principios de abril Domingo Blanco, corresponsal de nuevo en La Habana de El Imparcial, envió un artículo titulado La única Guerra, que su periódico publicó como editorial el día 4.

En él decía que se avecina “la guerra grande, la que ansían todos los corazones españoles, la que surge de tantas y tantas ofensas recibidas”. El siete de abril el mismo Imparcial, con una anticipación realmente clarividente, advirtió que “Llegará el momento en que habrán de ser depuradas las responsabilidades enormes del gobierno conservador, y las que ha contraído el ministerio actual”. Anticipaba que “Si viene el desastre, hablaremos de culpas para repartirlas equitativamente; si el éxito sanciona la razón de un pueblo, repartiremos las glorias a quienes corresponda”.

En estas fechas la prensa publicaría también unas declaraciones del General Beranger, ministro de la Guerra en el anterior gobierno conservador de Cánovas del Castillo, en las que creía que no era de temer un ataque de la Marina norteamericana e imprudentemente revelaba que durante su mandato se enviaron 490 torpedos eléctricos y auto móviles a Cuba para colocar en los puertos de La Habana, Cienfuegos, Nuevitas y Santiago de Cuba. Esas inoportunas declaraciones causaron irritación en el gobierno y en las fuerzas armadas porque proporcionaban argumentos a los norteamericanos para pretender que uno de aquellos torpedos pudiera haber sido la causa de la explosión del Maine.

La guerra con los Estados Unidos

La guerra hispano-norteamericana como tal, fue en verdad breve y en menos de un mes, desde que el 22 de junio desembarca en Daiquiri (Oriente) el 5º Cuerpo Expedicionario del Ejército norteamericano, al 14 de julio en que el general José Toral firma la capitulación de Santiago, todo se habrá acabado. El desastre naval y el destino de Cuba con él, fue tan rápido que la prensa española, que lo conoció en toda su magnitud a partir del día 5 de julio, solamente podrá manifestar su estupor por tan inesperado resultado. La sociedad española sabría detalles de lo ocurrido en esos tres dias cruciales, 1, 2 y 3 de julio, por los despachos del centenar de corresponsales norteamericanos que siguió todo el tiempo sobre el terreno las peripecias del Ejército de su país.

Mientras más de un centenar de pequeños yates de placer se mezclaba entre los buques de guerra trasegando periodistas norteamericanos, los corresponsales españoles aguardaban en la antesala de la Capitanía General de la Habana noticias que nunca llegaron a tiempo. Ni uno solo estuvo presente en Santiago de Cuba para informar en directo de aquella guerra tan trascendental para España. La desproporción de medios puestos a la disposición de los periodistas americanos era, con respecto a los que disponían sus colegas españoles, tan desigual como la existente en efectivos navales y terrestres.

Lo primero que va a oir la población de Madrid de la guerra será el aullido lastimero de algunos periódicos: Catástrofe Nacional: “El Almirante yankee lo dice, no ha quedado ni un solo barco español”. Unos todavía dudan: “la pérdida de la Escuadra, podría ser grande porque dejaría a los americanos dueños del mar en absoluto; hasta que no conozcamos otros detalles todavía no aclarados, conviene aplazar todo juicio”.

Otros periódicos advierten: “Ni decaimientos profundos, ni exaltaciones inconvenientes. Ni vociferar sin ton ni son contra todo y contra todos, ni acudir a jactancias estériles”. En los días siguientes seguirán los avisos en la prensa y, cómo no, los inevitables “ya lo dijimos”; “ya lo advertimos. O advierten que si alguno explota las desdichas presentes, y se sobreponen mezquinos intereses, vendrá la anarquía y los demás pueblos nos mirarán con desprecio. Otros comienzan a apuntar responsabilidades de la prensa que dirige a la voluntad popular “con la deficientísima sabiduría de los periódicos que, cuantas más veces se equivocan y contradicen, suelen tenerse y proclamarse por más infalibles.

El primero en pedir responsabilidades y en sugerir deficiencias es, como no, el mismo vocero militar cuyos estrategas estuvieron dirigiendo todo el año, desde las cafeterías aledañas a su redacción madrileña, la campaña de Cuba. Sus primeras alusiones serán realmente ominosas: “Los norteamericanos nos han destruido dos escuadras, 19 barcos en total, sin que los suyos hayan tenido ni aún ligeras averías. Ya se depurará esto y sabrá el país a qué atenerse. Hoy basta saber que el Contralmirante Cervera y su hijo D. Angel, se encuentran sanos y salvos y muy bien cuidaditos por los norteamericanos”. La Navidad de 1898 será motivo de hacer balance del desastre. ¿Desastre para quién? se preguntan ya algunos diarios.

El Imparcial descubre que “muchos soldados han muerto” que se han producido “muchas tragedias familiares y muchas penalidades”, pero que “el dinero no ha sufrido tanto” . Entiende el diario que “España todavía tiene mucho que hacer en el mundo”, que “no hay crisis” y se pregunta “hasta qué punto las grandes deficiencias del Estado perturban las virtudes de la raza” pero como aquellas pueden cambiar, eso no será un obstáculo para la regeneración, la palabra de moda tras cada desastre, como tampoco lo es la economía.


El periódico señala que la “mayor parte de los centenares de millones enviados a Cuba han vuelto” y que la cuenta corriente del Banco de España que oscilaba antes entre 400 y 500 millones de pesetas, oscila ahora entre 700 y 800. España, pues, tiene aún mucho que hacer en el mundo. ¿Dónde? A finales de 1898 algunos destacados articulistas como Gonzalo de Reparaz ponen de manifiesto todo lo que queda aún por hacer en la propia España. Estamos fuera de las principales empresas comerciales europeas, escribe, “dejamos el suelo patrio yermo para ir a correr aventuras en América y en Asia. Hemos seguido siendo medio pastores y medio soldados, consumiéndonos en guerras interiores, mientras los demás pueblos del mundo se hacían industriales”.

Pero Reparaz y otros cuantos periodistas contribuirán a abrir una puerta a la revancha nacional por las desgracias cubanas. “La región Noroeste de Africa sigue sin despertar a la vida de la civilización”, afirma; “Cuando despierte podremos servir de intermediarios entre ella y el Occidente de Europa. La comunicación entre los dos continentes se hará al través del territorio nacional y devolverá a éste aquella vida que tuvo en los ya lejanos tiempos de la Mauritania que era una de las más ricas provincias del imperio romano”.

Tantos apoyos no necesitaba la prensa militar para repetir sus deseos de grandeza que eran inconcebibles sin la grandeza, a la vez, del Ejército. En enero de 1899 publica un documentado artículo del Primer Teniente Juan Muñoz Corripio en el que se ensalza la privilegiada posición geográfica de Melilla para construir en ella cuarteles y reforzar sus fuertes y convertirla en cabeza de puente de cualquier empresa africana. “En España, se lamenta el teniente Corripio, se prefiere organizar fiestas y corridas de toros, aunque las atenciones sacratísimas del Ejército se hallen a descubierto” pero a pesar de todo cree que “aún está España a tiempo de salvarse” y entiende que “consiguiendo el engrandecimiento del Ejército, habremos dado un paso de gigante en la obra de la regeneración”.

Serán luego numerosos los periodistas que recuerden que, a fin de cuentas, aunque España haya perdido los restos de su imperio americano aún le quedan más de doscientos mil kilómetros cuadrados de tierra en el Norte de Africa, en Marruecos. “El gobierno, para congraciarse con la funesta patriotería y para destruir conspiraciones, aumentó las hostilidades contra las cábilas rifeñas”, escribirá Canongla, aquel soldado ilustrado que pasó la guerra en el Batallón de Escribientes y Ordenanzas y tuvo tiempo para escribir en los periódicos. La historia, pues, recomenzará.

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