28 jun 2011

Cuba: El otro Che que yo conocí

 Este es el texto de una intervención mía el 15 de Junio de 1997 en un encuentro de amigos en el Palacio de Bellas Artes. Me habían pedido, con motivo del trigésimo segundo aniversario de la muerte de Che en Bolivia, que les hablara de él. Los datos y comentarios que aquí aparecen pertenecen a mi experiencia personal en Cuba durante la década de los años sesenta



El otro Che que yo conocí



Domingo del Pino

Hace 32 años que Che Guevara murió en una emboscada en la cañada del Yuro, en el altiplano boliviano. Del revolucionario se ha contado ya casi todo. A la persona la recuerdan sus dos imágenes que más han circulado: una con la boina estrellada de comandante cubano, y otra subiendo a la Sierra Maestra con una mochila en la espalda. Un enorme panel de esta última imagen presidía todos los actos en la Plaza de la Revolución. Ocupaba toda la pared frontal del ministerio de Industrias; desde la azotea hasta prácticamente el suelo. El Che había dirigido aquel ministerio en 1962 y 1963 y yo había trabajado en la séptima planta del edificio anexo, frente a su despacho.


Concentración en la Plaza de la Revolución. Foto D. del Pino


Se ha escrito tanto de Che Guevara que a veces me parece leer relatos de sobre un personaje para mi desconocido. Llegué a Cuba en 1963 y unos meses después comencé a trabajar como traductor en el ministerio de Industrias. El Che que yo conocí se parece poco a los retratos ajenos que produjeron tanto las izquierdas europeas como las derechas. Pero eso no importa. Ocurre siempre cuando se habla de referencias o cuando no se distingue entre lo vivido y lo literario.

Lo que a mí me había fascinado, más del Caribe que de Cuba, era El Siglo de las Luces de Alejo Carpentier. Yo vivía en Tánger cuando leí ese libro maravilloso por primera vez y cuando estuve en Cuba nada en él me resultó extraño. El Caribe que describía el escritor cubano se parecía en cierto modo al  Tánger internacional de mi infancia. Era el mismo misterio de la vida y de las razas mezcladas. De la existencia ineludible y colectiva, escenificada en la plaza pública, a la vista de todos, sin secretos para nadie, pero llena de misterios que vivíamos individualmente.De aventuras imaginarias detrás de las esquinas, de callejuelas estrechas, ascendentes y descendentes o serpenteantes a capricho. En el Caribe como en Tánger los seres vivos que iban y venían, burbujeaban como los tajines o las cazuelas humeantes de tamales. Cientos de olores a especias, a sudores humanos o de animales domésticos, compartían los espacios públicos y dejaban también estelas de todo aquello que el cuerpo procesa y expulsa.

Soy de los que creen que a los libros los convierte en mejores o peores la imaginación de quien los lee, pero lo que es imposible de sustituir es la familiaridad del narrador con los hechos narrados. Luego hay que contar con la capacidad del autor para convertir en relatos activos los hechos que los protagonistas viven de manera automática sin pesar en que van a ser contados después. Las actuaciones humanas solo adquieren dimensión cuando las vivencias personales se han mezclado con los hechos reales y cuando la fantasía de quien lo ha vivido y quien lo ha contado, son capaces de recrear los hechos de la única manera real de estar en esta vida que es, como nos dijo Calderón, el sueño.

Tánger, mi primera iniciación

Tánger fue mi iniciación al mundo árabe, la puerta abierta a otra manera de vivir la vida, ajeno a la existencia del pecado y sin temor todo aquello que en mi mundo original cristiano conducía inexorablemente a las más terribles torturas mentales. Tortura a través de la manipulación de las conciencias en vida, y asador eterno del cuerpo en la otra. En Tánger vivíamos con menos pecado que en la Península; en Cuba, y eso fue lo que desde el primer día de mi llegada me llamó la atención y me cautivó, podíamos estar sin ninguno. El Caribe se me antojaba una forma superior de vivir la vida. Un paso más allá en una integración intima con los demás seres humanos y con la naturaleza. Todo era siempre nuevo, como si cada acto fuese fundacional, germinal.

Luego descubrí que la piel de los seres humanos refleja también la cultura interior acumulada; que la piel de las negras y los negros, o de ese gran invento racial que son las mulatas caribeñas, es mucho más caliente que la de las blancas. Quema por donde debe quemar y huele por donde debe oler. Allí no había nada preestablecido, ningún pecado original ni final, ninguna tortura mental, ningún cielo que se me pudiera caer encima. La vida era ese regalo que había que vivir con intensidad aquí y ahora, porque una vez que se extingue no queda nada. La muerte, en esas circunstancias, es menos dramática, menos terrible, más natural. Las revoluciones del Caribe respondían a esa actitud vital fundamental.

La América Latina de los años sesenta se orientaba hacia una forma nada tradicional y muy expeditiva de transformar el mundo, una transformación que solo es posible cuando se vive cada momento de la vida sin estar preocupado por la posibilidad de perderla. Las revoluciones americanas, y la cubana como la última de ellas en el siglo XX, se distinguían por su alegría, sus expresiones callejeras y sus bailes; las europeas habían sido airadas, crispadas, hostiles, crueles, consecuencia la acumulación de rencores que estallaban periódicamente.

Aplatanarse, primera obligación en Cuba


Corte de Caña Zafr4a 1965: en primer plano a izda. 

Domingo del Pino; a la derecha Justo Nicolau

El Che que conocí no tiene nada que ver con la imagen fija que guardan de él quienes no le frecuentaron en el trabajo, en la vida o en el ocio. Fui a Cuba gracias a mi amigo Enrique Rodríguez Loeches, un joven historiador entonces, diplomático y sobre todo enamorado de su país. Yo había trabajado parfa él en Rabat.  En 1957 había sido uno de los organizadores del fallido asalto al Palacio presidencial de Fulgencio Batista el 13 de marzo de ese año. Era el tercero -aunque los dos primeros no llegaron a materializarse- que organizaba el Directorio Estudiantil Revolucionario, esta vez ayudado por ex republicanos españoles.

Desde que llegué a Cuba había esperado ansiosamente que llegara el invierno. Al principio el calor era asfixiante. Siempre lo es hasta que el cuerpo se aplatana. Pero el primer invierno de Cuba me parecía como el mes más caluroso de mi patria chica sevillana. Me maravillaba cada vez que un amigo cubano me decía que por las noches se tapaba con una frazada, porque yo dormía en traje de Adán y mojaba las sábanas de sudor.

Mi primer mes en Cuba fue fantástico. Tenía el gran privilegio de ser introducido a la revolución cubana por Loeches. el mejor de los introductores posibles. En La Habana sólo se vivía de noche. Solíamos cenar en los locales que aún conservaban intacto y funcionando sus acondicionadores de aire, como el Wakamba o el Carabalí, y terminábamos la noche en el Turf del Vedado. Enrique no bebía, pero se emborrachaba hablando. Al Turf concurrían siempre, después de medianoche, el comandante Rolando Cubela, que más tarde sería acusado de atentar contra la vida de Fidel Castro, Orlando Blanco, que hoy dirige una galería de arte en Ginebra, el "Mago" Robreño, íntimo de Cubela, que pudo escapar a tiempo a Madrid, y los también comandantes Tony Pérez y Humberto Castelló, Orlando Morin, y otros..

El archivo humano del Directorio Revolucionaro

Uno de los personajes más entrañables era el inolvidable Orlando Morín, la memoria viviente del Directorio, el depositario de sus archivos y, como se diría hoy, el disco duro de las biografías reales de sus dirigentes. En el Turf tenían también despacho nocturno los glamorosos comandantes del 26 de Julio, el movimiento fundado en 1953 por Fidel Castro, Rogelio Montenegro, capitán y antiguo de la rama de acción y sabotaje, Manolito Pérez, que luchó contra los “bandidos” del Escambray, Eduardito Delgado, que había pasado de colocar bombas en La Habana de Batista a Director de Africa y Oriente Medio del ministerio de Asuntos Exteriores, los héroes de la columna del Che, los hermanos Nieves, y el comandante Pilón, a quien todo se le permitía porque tenía leucemia y sus días -según se decía- estaban contados.

En 1963 todos aquellos comandantes creían haber liberado a Cuba para siempre de la dictadura, que era como decir que en adelante ellos podían hacer lo que les diese la gana. Muchos de ellos creían aún que habían parado el avance del comunismo que progresaba en América y Africa al amparo de las guerras de liberación coloniales. Aquellas eran tertulias nocturnas profundamente anticomunistas. En ellas se hablaba con entusiasmo de un comandante de la revolución llamado Che. En aquellos años en que los viejos comunistas cubanos querían enviar a Fidel Castro a estudiar marxismo leninismo a Moscú, Che era el único, incluido el propio Fidel, que se había atrevido a pararle los pies al todopoderoso protegido de la KGB, Aníbal Escalante.

El soberbio Anibal Escalante

Con su soberbia habitual Escalante ordenó un día a su secretaria que convocara al Che a su despacho, éste, con su acento argentino, le contestó: "Decíle al Señor Escalante que el mismo trayecto hay de su despacho al mío que del mío al suyo. Si quiere verme que venga no más”. En unos tiempos en que todo el mundo se llamaba "compañero" decirle Señor a Escalante significaba que el Che le excluía, al menos de forma simbólica, de la revolución.

Yo me moría de ganas de conocer a ese hombre y Marta Jíménez terminó colocándome en su ministerio. Me apuntaba voluntario a todos los trabajos en el campo que se organizaban los fines de semana a iniciativa suya con la esperanza de encontrarle. La idea inicial del trabajo voluntario era familiarizar a los burócratas de los ministerios habaneros con el trabajo manual.

Al principio aquello era una fiesta y solo el Che, que acudía casi todos los fines de semana, parecía creer que además de pachanga había que trabajar. A mediodía distribuían unas cajitas de cartón con “moros y cristianos” con hilitos de masita de puerco entre el arroz. A las tres de la tarde, después de una larga y revolucionaria tertulia bajo los mangos, dejábamos de trabajar.

El Che siempre llevaba en el bolsillo la bomba de aerosoles contra el asma, y varias veces se tuvo que tender en el suelo, a la sombra, sin poder respirar, porque la caña de azúcar, al cortarla o caminar entre ella, suelta un polvillo espinoso fastidioso para todos y muy perjudicial para los alérgicos.

En el ministerio de Industrias Che había recogido a un señor cabezón de poblada barba negra que siempre andaba de un lado para otro con un grueso maletín negro de cuero, donde parecía llevar, por su manera de mirar de reojo, los documentos más secretos de la revolución. Aquel cabezón era Omar Fernández, un joven de la columna del Che que tomó Santa Clara, y que gracias a su protector fue el primer ministro de Transportes de la Cuba revolucionaria. Como era de esperar, dislocó el transporte cubano desde los primeros días.

Omar Fernández había “caído para arriba”, según una expresión muy popular entre los revolucionarios cubanos, y había ido a parar, después del desastre del transporte habanero, al ministerio de Industrias en la sección “pasillo revolucionario”. Para esa misión tan delicada había traído con él a toda su escudería de viejos comunistas encorvados, bigotudos, con guayaberas pegajosas al derretirse el almidón con el sudor, con dedos y dientes amarillos por la nicotina de los tabacos. Todos ellos le habían contribuido eficazmente a destruir el transporte cubano.

Al frente de ese grupo estaba José Miguel Espino, también viejo comunista, a quien habían nombrado jefe de un entonces todavía inexistente Movimiento de Inventores e Innovadores, creado para tenerle ocupado en un trabajo imaginario para que no fastidiara nada real.

La octava planta del Minind (Ministerio de Industrias)

En el octavo piso del edificio anexo, el Ingeniero Roberto Acosta dirigía el Departamento de Normas, Metrología y Control de Calidad, probablemente las tres disciplinas que más necesitaba la industria cubana. Las tres estaban probablemente mal atendidas porque Acosta, cabeza de los trotskistas cubanos y su ayudante León Ferrara, hijo de un dirigente de la IV Internacional trotskista de América Latina, pasaban su tiempo en funciones propias de sus aficiones ideológicas.



Domingo del Pino, guataqueando en el Cordón de La Habana en 1966.


A mi me enviaron a trabajar con Acosta, desde cuya oficina se elaboraba y distribuía por todo el ministerio, sin tapujos, un Boletín de la IV Internacional, con frecuencia critico con las medidas del gobierno. Al Che enviaban a su despacho todas las mañanas la primera copia del Boletín por si tenía algo que objetar, aunque no se si las leía porque tampoco sé si acudía por allí con asiduidad de burócrata que no era.

Regis Debray dice en su libro Loués soient nos Seigneurs que Che fue el personaje de la revolución cubana que se ganó más enemigos en menos tiempo. Cuando llegó a Industria ya había sido jefe de la Fortaleza de la Cabaña, el primer destino de todos los prisioneros políticos. En 1960 había inventado en la Península de Guanahacabibes el primer campo de regeneración mediante el trabajo -en realidad o trabajo forzado- para los detenidos políticos, y había firmado numerosas sentencias de muerte de la primera hora de la revolución.

Tenía una muy porteña predisposición a creer que sabía más que nadie y una irrefrenable voluntad de hacerlo saber siempre que la ocasión lo permitía. Era el estilo aplicado con los guajiros que se le unían en la guerrilla, pero no el más apropiado para tratar con ingenieros y técnicos en su ministerio ni con otros revolucionarios capitalinos que si bien no pasaron por Sierra Maestra si habían pasado por la Universidad.
Sin embargo, y a pesar de su dogmatismo, en su ministerio trabajaban con toda tranquilidad y protegidos por él, numerosos técnicos de antes de la revolución que abiertamente manifestaban su oposición al régimen. 

Ello a pesar de que Osvaldo Dorticós y el propio Fidel habían decretado que en las circunstancias difíciles en que vivía Cuba “más vale un revolucionario que un técnico” y habían llenado de revolucionarios, con los consiguientes resultados desastrosos, numerosas direcciones técnicas de la Junta Central de Planificación, y de los ministerios de Comercio, Exteriores, Transportes y otros.

La idea del Che partía de la hipótesis de que el revolucionario debía rodearse de auténticos técnicos, independientemente de su ideología, y de que con habilidad había que hacerles trabajar para la revolución y transmitir sus conocimientos. En caso de duda sobre la honradez del técnico, la consigna del partido era hacer lo contrario de lo que el técnico dijera.

En 1963 el Che había atacado ya la línea de flotación de numerosos comandantes del entorno de Fidel Castro. Había dicho al ministro de Comercio, Alberto Mora, hijo del abogado y político Menelao Mora inspirador de los tres ataques llevados a cabo por el Directorio contra el palacio presidencial, que era un bobo que pretendía en la época en que existen los ascensores, que yo suba los ocho pisos de mi ministerio a pié.
Pero enfilando sus cañones hacia arriba entraba en franca guerra contra los viejos comunistas cubanos, acusados por los revolucionarios no sólo de haberse unido a la revolución en el mes de diciembre de 1958, cuando ya estaba ganada, sino de haber tenido ministros en el gobierno de Fulgencio Batista.

Comunistas ortodoxos y trotskistas, dos opciones de las que los cubanos y yo mismo sabíamos poco en aquella época, trabajaban frente al frente, separados solamente por un pasillo. Era un cóctel explosivo que tarde o temprano explotaría. La polémica surgió cuando siguiendo instrucciones de Che para aumentar la educación del personal del ministerio, el ingeniero Acosta decidió organizar cursos de economía política. Los viejos comunistas de Espino proponían que se dieran las clases siguiendo el famoso manual Nikitin, de la Academia de Ciencias de la URSS. León Ferrara y Acosta proponían el Manual de Economía Política del entonces poco bien visto en el mundo comunista oficial Oskar Lange.

La pelea a puñetazos entre Espino y León, que siguió a una discusión, terminó con una denuncia de Espino contra los trotskistas que fueron todos separados de sus puestos y enviados a la producción regeneradora según se creía entonces. El problema trascendió porque Espino lo sometió al núcleo del partido en el ministerio. Por entonces los viejos comunistas acusaban al Che, que pasaba ya poco tiempo en Cuba preparando su exilio a la guerrilla universal, de filotrotskista. A ello contribuyó el propio León Ferrara que cuando compareció ante el tribunal ad hoc formado por el partido, intentó justificarse diciendo que a fin de cuentas los trotskistas cubanos no decían nada que el Che no dijera públicamente en sus discursos.

El trotskismo cubano 

Desgraciadamente para los trotskistas cubanos, curiosamente acusados por Espino de agentes de la CIA, Jesús Suárez Gayol, el Rubio del Diario del Che en Bolivia, ya había abandonado su cargo de Viceministro Técnico de Industria y jefe supremo de aquel conflictivo séptimo piso. Le había sustituido el viceministro Tirso Saenz, un hijo de buena familia cubana metido a comunista y por ello necesitado de extremar actitudes para hacer méritos. Fue él quien envió a los trotskistas cubanos a la producción y a algunos extranjeros trotskistas, como el haitiano Fritz, que trabajaban allí, de vuelta a sus países de origen.

Todo esto había ocurrido mientras el Che se encontraba de viaje y a raíz de uno de sus discursos más críticos contra la URSS pronunciado en la capital argelina, cuyo texto, que apareció en el periódico Granma, León Ferrara llevó a nuestra clase de economía para decir: Fijáos lo que dice el Che. Leed: esto es lo que los trotskistas venimos diciendo desde hace años. Espino, que tenía un elevado sentido de la oportunidad, vio la ocasión para acabar con León Ferrara y los trotkistas y les acusó ante el partido de “manchar el nombre de uno de los máximos dirigentes de la revolución” en alusión al Che.

Nombre manchado o no, cuando a mediados de marzo de 1965 el Che llegó de regreso al aeropuerto de Rancho Boyeros, le esperaban, con rostros graves, Fidel y Dorticós. Fidel y el Che estuvieron encerrados dos días y dos noches, y después de esa discusión, la próxima noticia del revolucionario argentino que tuvo oficialmente el hombre de la calle fue su muerte en Bolivia el 8 de octubre de 1967. Nosotros en el ministerio de Industria sólo tuvimos una referencia indirecta de su pérdida de poder cuando supimos que sus gestiones para hacer que liberaran a Acosta y Ferrara habían fracasado.

Cuando le contaron al Che lo que había dicho León Ferrara de su discurso en Argel, respondió: Bueno, los revolucionarios han escrito tanto que es imposible decir nada que no pueda encasillarse ya sea en el trotskismo, el marxismo más ortodoxo, o incluso en la reacción y el fascismo. Nunca me paré a pensar en estas cosas, antes de venir a Cuba, para decir lo que pensaba, y ahora seguiré diciendo siempre lo que sienta y allá ustedes si lo quieren encasillar.

Al Che, como al Cristo de Kazantzakis, alguien le hubiera matado tarde o temprano de todas maneras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial, Domingo, me ha encantado. Como todo lo que nos cuentas, a veces con cuentagotas, a veces a chorros.

Sigo esta página desde su creación y cada vez me gusta más.
Un abrazo,

Ché