Conocí a Carlos Franqui en 1962. Había venido a Rabat (Marruecos) a entrevistar a Ben Bella, que acababa de ser liberado de la prisión francesa de Melun. La embajada de Cuba me pidió que le sirviera de intérprete pues al parecer mi francés era mejor que el de Carlos. También mi conocimiento de la revolución argelina, que yo conocía desde casi sus inicios en 1954. En Cuba existía una gran simpatía por aquellos revolucionarios argelinos que parecían haber confirmado las tesis en boga en Cuba de que el poder sólo se conquista por las armas y la violencia. Así es que "enriquecí" de mi propia cosecha la mayoría de las preguntas que Carlos hizo a Ben Bella. Nos habíamos citado en el Hotel Tour Hassan, adonde nos llevó Enrique Rodriguez-Loeches, el embajador de Cuba en Rabat, que también asistió con gran interés al encuentro. Después le volví a ver varias veces, ya en Cuba, sobre todo durante el Salón de Mayo que él organizó y para el cual volví a servir de intérprete.
Carlos Franqui: revolución y exilio.
Por Domingo del Pino
En aquellos años yo estaba profundamente movilizado en favor de aquella África que despertaba de la colonización en Argelia, en Guinea, en Tanzania, en Mali y otros muchos países del Continente africano, y Ben Bella era uno de mis iconos favoritos. No solo por su destino ingrato que le sustrajo de la mayor parte de la lucha armada del FLN argelino contra Francia, sino porque en los numerosos contactos de cubanos con argelinos, a los que había asistido como parte de mi trabajo de intérprete en la embajada, Ben Bella aparecía como el líder más visible de una revolución anticolonial triunfante.
En esos mismos años los futuros mandatarios de las colonias portuguesas independientes vivaqueaban en Rabat, entre la terraza del Hotel Balima, donde se reunían a mediodía periodistas, diplomáticos, revolucionarios in pectore de revoluciones en gestación, y el piso que tenían alquilado encimada de lo que más tarde sería el restaurante La Dolce Vita, a unos pasos de la Embajada de España. Allí un hombre al menos trabajaba. Aquino de Bragança, originario de Goa y después del triunfo de la revolución en Mozambique rector de la Universidad Eduardo Mondlane de Maputo, maniobraba sin descanso una máquina Roneo donde imprimía comunicados de batallas y victorias por aquel entonces imaginarias, contra las tropas del dictador Salazar en las colonias.
Muchas veces, con Enrique Rodríguez-Loeches, Orlando Blanco y Floreal Chomón, los tres diplomáticos de la embajada con los que yo me sentía más identificado, hemos comentado que algunos de los escenarios que aparecían en aquellas fotos de combates guerrilleros se parecían extraordinariamente a los paisajes del bosque que había en las afueras de Rabat donde más tarde se levantaría el Hotel Hilton y que por ese hecho pasó a llamarse la fôret du Hilton.
La llegada de Ben Bella a Rabat significaba que iba a conocer al representante de una revolución sin trampa ni cartón cuyas batallas se habían librado en las agrestes montañas del Aurès y en la capital Argel, inmortalizada después por la película de Gillo Pontecorvo, La Bataille d’Alger. Asistí a Carlos Franqui como traductor en su entrevista con Ben Bella, que siempre he considerado como la primera entrevista que hice en mi vida porque en realidad Franqui conocía peor que yo los entresijos de la guerra de Argelia y yo, amparado en que él no sabía francés, ni Ben Bella español, pregunté todo aquello que me vino a la mente.
Ese mismo año yo me marché a Cuba. Fui para pasar unas vacaciones de un mes y permanecí allí siete años. Vi a Franqui varias veces pero no tuve una relación frecuente con él porque yo me movía en los círculos del Directorio Revolucionario 13 de Marzo y, a medida que fui conociendo al exilio español, en los medios de la Sociedad de Amistad Cubano Española.
La siguiente vez que traté un poco más asiduamente a Carlos Franqui fue con motivo de aquel grandioso Salón Cultural que organizó en La Habana en 1968, que dispuso de el enorme Pabellón Cuba en plena Rampa. Fidel Castro, para afirmar su inquietud con aquella actividad, que no obstante le reportaría un gran crédito entre los intelectuales europeos más importantes de la época, le llenó el recinto de enormes vacas canadienses que se sobreponían a las palabras y los discursos de los asistentes con sus mugidos.
Fidel Castro decía por aquel entonces que intelectual era todo aquel que trabajaba con su cabeza, como médicos, ingenieros, técnicos y otros profesionales, lo cual disminuía el esfuerzo de Franqui y contrariaba al resto del mundo para el que intelectuales eran los escritores y pensadores y por extensión los artistas.
Al líder máximo no le importó lo más mínimo que el olor de las boñigas de vaca se mezclase con las colonias y desodorantes, baratos o caros, de cubanos y visitantes extranjeros. Yo ayudé a Franqui a tiempo parcial como traductor y poco a poco fui descubriendo debajo de aquel caparazón que todavía se vestía de verde olivo y se codeaba con rudos comandantes, a un hombre que me parecía estar muy bien en su papel de introductor de embajadores de la cultura.
Después de la Escuela de Periodismo en la Universidad de la Habana entré a trabajar en la Agencia Prensa Latina y tras un breve periodo de rodaje fui enviado a recorrer África primero y Oriente Medio después. Para finales de 1975 la situación política en España había cambiado considerablemente y mi percepción de Cuba también, así es que por las mismas razones que fui a Cuba en 1962, pero al revés, me instalé en Madrid y después de una iniciación como colaborador en Informaciones, Posible, Realidades y Triunfo, comencé a trabajar en el diario El País desde su fundación.
Cómo no lo recuerdo, pero pronto entré de nuevo en contacto con Orlando Blanco que por otro itinerario personal había preferido permanecer en Ginebra. En 1971, si no recuerdo mal, fui al cantón de Vaud, en Suiza, para entrevistar a Edgar Snow que acababa de regresar de China después de unas entrevistas y unas gestiones que abrieron la puerta a lo que se conocería como la “diplomacia del pin-pon” que marcó la apertura de China a Estados Unidos y al mundo occidental.
Orlando Blanco había creado, con Carlos Franqui y con el apoyo de aquellos mismos intelectuales, pintores y escritores, que había llevado a Cuba para el Salón de Mayo cultural, una especie de fundación original que permitiría a sus miembros adquirir a buen precio algunas de las obras de los artistas más de moda. Franqui vivía por aquel entonces en Montecatini, Italia, con su esposa Margot, pero ambos pasaban temporadas con Orlando, en cuya casa en Ginebra nos volvimos a ver. Unos años más tarde, cuando yo trabajaba en Diario 16, Carlos pasó unos días en mi casa de Madrid con Margot, y le hice una extensa entrevista que pueden leer en
Carlos Franqui: Cuba, la revolución perdida
Durante todos estos años de su exilio en Puerto Rico nos hemos visto ocasionalmente en algunos de sus desplazamientos a Madrid. Siempre se alojaba en un pequeño hotel de la Carrera de San Jerónimo, cercano a la Puerta del Sol. Creo que le hubiera gustado vivir en España y alguna que otra vez se lo pregunté. La respuesta siempre era la misma: Gallego yo soy caribeño, necesito el sol y el calor y Puerto Rico es lo más parecido a Cuba que conozco. Ahora Carlos Franqui se ha ido y su morada será, seguramente, el mundo entero y todos los que le recuerden por su vida y por sus obras.
1 comentario:
Las revoluciones las inventan los malos poetas— Cioran.
Pedro Blas Julio Romero
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