29 jun 2010

La guerra de Cuba de 1895-1898: Estados Unidos el único vencedor

En 1898 España perdió Cuba, su última colonia americana junto con Puerto Rico, dejó de ser gran potencia colonial y salió  del club de naciones imperiales. Los independentistas cubanos verán sus esperanzas  mediatizadas durante tres años más por gobernadores militares, y no alcanzarán la independencia hasta que Estados Unidos, el verdadero vencedor de la contienda, no se haya asegurado la satelización de la Isla. Será una larga historia que durará hasta 1958  en que con la revolución castrista comienza un nuevo periodo de su historia a la larga igualmente decepcionante.


La guerra hispano-cubano-norteamericana de 1895-1898 la perdieron los cubanos insurrectos porque no fueron formalmente independientes hasta 1902. Después de esa fecha solo obtuvieron una independencia muy mediatizada e hipotecada por Estados Unidos. La guerrra la perdió también el General Valeriano Weyler, la última esperanza de la España conservadora para ganarla, y el general Ramón Blanco, que parecía enviado por los liberales para "perderla con honor".

Con igual tesón e implacable diseño el general Valeriano Weyler y el general insurrecto Máximo Gómez, con sus respectivas teas incendiarias y órdenes de no moler la caña, acabaron con las fuentes de riqueza de la Isla y redujeron a sus habitantes a la más absoluta miseria. Los grandes intereses económicos españoles en Cuba fueron igualmente culpables por su obcecación de corto alcance.

Cuando Weyler fue destituído de su mando en Cuba, los comerciantes de las Isla no escribíeron al Gobierno español para pedir que continuara un general victorioso, sino un general proteccionista. La correspondencia intercambiada en esos días entre éstos y el Gobierno, y la propia carta de despedida de Weyler, en la que dice que jamás hubiera permitido que la industriosa Cataluña perdiera el privilegio de sus mercados cubanos, lo confirma.

La prensa y los periodistas, al recoger e informar de esas carencias, responsables de la pérdida de tantas vidas humanas, cumplieron con su deber. Ningún patriotismo puede obligar a ocultar la eventual incompetencia de quienes dirigen los destinos de una nación. Ese deber, sin embargo, hará objeto a la prensa, antes, durante, y después de la guerra, de multiples procesos ante los tribunales de Justicia Militar y de ataques directos por parte de unos militares que con un esprit de corps nunca igualado en otras profesiones, no supieron separar las denuncias a personas concretas y la revelación de hechos aislados censurables, de las actitudes hacia la institución militar como tal.

Peor aún, a ninguno en Madrid o en La Habana se le ocurrió admitir que las denuncias podrían tener algo de cierto y que convendría reparar los errores e investigar los hechos. Lo malo de las denuncias de la prensa es que no todas fueron objetivas ni oportunas sino subsidiarias de las exigencias de la política y de las orientaciones de los periódicos en que trabajaban los periodistas.

En 1898 los españoles, y no sólo los militares, eran más sensibles que en el presente a palabras altisonantes como gallardía, honor, buenas maneras, palabra empeñada, etc. Los norteamericanos se extrañaron, cuando visitaron el buque Reina Mercedes para tratar de la prisión del sargento Hobson, de que sus interlocutores españoles les entregan tarjetas de visita, como si de una reunión social se tratase y como si quisieran decirles: "Ahí tienen mi dirección, cuando acabe la guerra pasen por casa a tomar un café".

En el presente las sociedades viven con menos dependencia de las palabras y de las promesas y más interesadas en los hechos y los comportamientos políticos concretos. En consecuencia, es más difícil transmitir informaciones precocinadas o manipuladas a la opinión pública o mejor dicho es más dificil lograr que las crean, porque transmitirlas si que la transmiten los periódicos. Pero lo que falla no es la información,  sino la falta de credibilidad del ciudadano en la prensa y en los políticos, que es la causa inevitable de la desafección por la política. No es la narrativa o la forma de contar lo que perturba la escena política, sino la imposibilidad de trascender la retórica al uso con hechos, noticias e imágenes creíbles.

El resultado es una apatía generalizada ante la información, y un consumo masivo de estupefacientes informativos como los que brindan algunas tertulias radiofónicas y televisivas, las series, y un número considerable de diarios y revistas llamados del corazón, aunque más propiamente debería llamárseles de cotilleo.

Las agencias de prensa, finalmente los únicos medios con capacidad financiera -hasta hace poco- de sostener corresponsales en todo el mundo de interés para el país, han transformado su papel de supermercados y productores masivos de informaciones en el de entes que no realizan ningún esfuerzo profesional por encontrar nuevos lenguajes y nuevas formas de comunicación, y se limitan a la gestión burocrática de la enorme masa de información que los cada vez más numerosos gabinetes de prensa de las entidades privadas ponen a su disposición de forma gratuita aunque obviamente interesada.

Ésto, que debería ser una gran ventaja por el ahorro en costes que representa, se convierte, por desidia y facilismo, en un poderoso inconveniente para lograr el fin último perseguido por toda información, que no es otro que llevar al consumidor de noticias, que somos todos, a que comprenda de qué se trata y se convenza de la importancia que tiene la información y la política para su situación social, política o económica.

No extraña pues que muchas de las noticias distribuidas por las grandes agencias parezcan simples extractos de las memorias anuales de las empresas o de los partes oficiales de los gobiernos. Pero no toda la culpa es de los medios, de los anunciantes o de los gobiernos: el público tiene una parte importante de responsabilidad porque no sabe o no puede exigir información de calidad y veraz en un entorno mediático altamente contaminado. también es verdad, como decía D. Manuel Azaña, que "nadie sostiene guerras civiles ni afronta las penalidades innúmeras de la persecución al grito de pantanos o muerte".

En 1895 el periodismo se estaba descubriendo a sí mismo, los periodistas españoles comenzaban a trascender su situación de simples acólitos que hacían oscilar el inciensario de palabras en la gran ceremonia de la política. La contienda les convirtió en irremplazables como corresponsales de guerra, la preocupación de las familias humildes por la suerte de sus hijos enviados a pelear mientras los ricos se redimían con dinero les ofrecía un vasto campo donde poder sustraerse a la tradición reverencial consustancial con la necesidad de mantener el puesto, y la importancia de los intereses económicos afectados, en muchos casos relacionados con sus propios periódicos, les garantizaba una cierta impunidad para criticar a unos gobiernos, los otros, no habituados a la critica pública y en realidad en condiciones de reaccionar con todo el arsenal legislativo a su disposición en materia de prensa e imprenta.

El Tratado de París de 10 de Diciembre de 1898, por el cual España renunció, según el eufemismo de moda en la época, a su soberanía sobre Cuba, Filipinas y Puerto Rico, cerró el último ciclo imperial de España, el de sus colonias americanas y, según JH Elliot, el único auténticamente español. Para mayor exactitud, lo que en realidad clausuraba el Tratado de París no era tanto un imperio físico como una idea de imperio, de nación imperial.

Perdída Cuba, Filipinas y Puerto Rico, España hubiera debido en buena lógica, abandonar sus sueños imperiales como los viejos hidalgos arruinados sus afanes de grandeza. Pero solamente ocho años después, España ya estaba de nuevo comprometida, a partir de la Conferencia de Algeciras de 1906, en otra aventura colonial que no concluiría, en verdad, hasta que no concluyera la última de las "cruzadas" españolas, de 1936.

No hay comentarios: